"Bastante he hecho en el fútbol para tener la cabeza como la tenía", nos dice Zuhaitz Gurrutxaga en una entrevista concedida este pasado lunes al Hoy por Hoy con motivo del lanzamiento editorial de ‘Subcampeón’ (Libros del K.O), una autobiografía escrita a cuatro manos con su buen amigo Ander Izaguirre. Él, que fue un defensa central vasco en toda la amplitud de la expresión, se refiere a las patadas de la vida, a los episodios de ansiedad, depresión, pánico y una serie de trastornos obsesivos compulsivos que transformaron su paso por la élite del fútbol español es un calvario del que no pudo o no supo escapar a tiempo. "Se gana mucho dinero y esa vida que te ofrece el fútbol es muy difícil de abandonar", se disculpa consigo mismo.

Zuhaitz era un chaval joven que debutó con la Real Sociedad en un partido contra el Atlético de Madrid. Año 2000, enero, primera visita del equipo guipuzcoano al Vicente Calderón después del asesinato de Aitor Zabaleta. "Jugarán Gurrutxaga y diez más", había dicho Javier Clemente en una rueda de prensa durante la semana. Loren, su central titular, era baja por sanción. Mikel Etxarri, director deportivo del equipo en aquellos años, se acercó a Clemente y le comentó si no estarían cargando con demasiada responsabilidad al chaval. "Me da igual", le respondió. "Gurrutxaga va a salir de titular y punto". Por si faltaba algún ingrediente más en aquel cóctel, dos días antes del partido Eta rompe su alto el fuego y asesina al teniente coronel Blanco en Madrid. "Fue como ir a la guerra", recuerda Zuhaitz en el libro. Entre gritos de "¡asesinos, asesinos!", Zuhaitz Gurrutxaga duró en el campo 64 minutos, lo que tardó el colegiado en mostrarle dos cartulinas amarillas, la roja y echarlo del partido. Su cara tensada hasta el extremo de desencajarse la recogen las cámaras de Canal Plus. Michael Robinson se da cuenta de que algo pasa con aquel chico y le dedica unas palabras amables mientras abandona el terreno de juego. Está hiperventilando y la angustia lo lleva al borde del colapso.
En los siguientes partidos la cosa mejoró. Zuhaitz Gurrutxaga empezaba a destacarse como un marcador excelente que había secado a varios de los mejores delanteros de la Liga: Tamudo, Kluivert, Milosevic, Salva Ballesta... Sin embargo, no pudo hacer lo mismo con Alberto, el veterano delantero del Valladolid. Ni con Raúl, la gran estrella de aquel Real Madrid. A los diez minutos de la segunda parte, tras ver al propio Raúl departiendo con Guti, Zuhaitz Gurrutxaga entra en pánico y decide fingir una lesión. "Tú no tienes nada, chaval. Tú te has acojonado", le dice Clemente cuando se cruzan en el banquillo: había pasado tanto tiempo desde la acción que dio pie a la simulación que Gurrutxaga ya no sabía con qué pie tenía que cojear. Nada iba a mejorar a partir de entonces. Clemente fue destituido al poco tiempo, luego llegarían Periko Alonso y un John Benjamin Toschack incapaz de comprender qué problema había con aquel chico al que parecía habérsele olvidado cómo jugar al fútbol.
Un día, en verano, Zuhaitz y unos amigos se fumaron unos porros de marihuana y su cabeza explotó, se aceleró hasta el punto de no ser capaz de controlar sus propios pensamientos. Es algo más habitual de lo que se puede pensar. Algunas intersecciones de la mente esperan agazapadas a que un reactivo como la hierba destruya sus mapas y aparezcan las ansiedades, las depresiones más severas o incluso brotes de esquizofrenia paranoide. Zuhaitz entró en una espiral de angustias y malos pensamientos de los que ya no sería capaz de salir solo. Necesitaba dar esquinazo a una vida que le había concedido fama y arrancado todo lo demás. Necesitaba dejar de ser el Zuhaitz Gurrutxaga futbolista de Primera División, el chico de la cantera que soñó con perder la Liga 2002-2003 porque no soportaba la idea de no ser capaz de disfrutarla. "¿Qué te pasa, Zuhaitz?", le preguntaban sus compañeros alertados por su extraño comportamiento. Y Zuhaitz tenía miedo incluso a responder.
Es sencillo vivir en los zapatos de los demás, especialmente en los de un futbolista joven, famoso, tan bien pagado que cualquier trabajo nos parece esclavitud en comparación. Un buen amigo mío utilizaba las noches de borrachera para sermonearnos sobre lo que Ronaldinho debería haber hecho con su carrera, con su vida. "Suelta el porro cuando hables de cosas importantes", le decía otro más afín al talento y los intereses del brasileño. Nadie es tan bueno como la gente piensa que podría ser, especialmente un futbolista, que son los nuevos toreros. "¡Pica como tienes que picar!", le gritó un señor muy gordo al picador, otro señor muy gordo, pero a caballo, la primera vez que fui a una plaza de toros. "¡Baja y pícalo tú, hijo de la gran puta!", le gritó el otro desde el ruedo. Y claro, el tipo no bajó más que el tono y por unos apenas segundos, le metió una chupada ansiosa al puro que se traían entre manos y volvió a la carga cuando la bronca general le aseguraba un cierto grado de anonimato. Así somos un poco todos los que creemos saber qué hacer con la vida de los demás, que no con la nuestra.
Zuhaitz Gurrutxaga encontró la ayuda que necesitaba y un nuevo camino que le llevó a convertir en monólogos humorísticos los peores momentos de su vida como futbolista: a menudo suele haber una salida, pero no es tan fácil de encontrar como la entrada. "Bastante he hecho en el fútbol teniendo la cabeza como la tenía", repite Zuhaitz para una entrevista en un periódico. Es una gran frase que resume una gran vida. O una parte de lo vivido, al menos. En aprender a contar lo que todavía está por venir reside una fracción de éxito total, ese que nadie envidia porque casi nunca sabemos lo que cuesta.