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'The staircase'

LLEVO SEMANAS fascinado con The staircase, un documental rescatado por Netflix para hacerle la puñeta a HBO, que había anunciado, a bombo y platillo, el estreno de una miniserie basada en el famoso true crime con Colin Firth en el papel de Michael Peterson, el protagonista principal de la historia. Con una llamada suya a emergencias comienza la trama: su esposa se ha caído por las escaleras y el escritor implora que le envíen una ambulancia. Cuando la policía y los servicios sanitarios llegan a la opulenta mansión de estilo colonial, Kathleen Peterson yace muerta a los pies de las estrechas escaleras que llevan a la habitación del matrimonio.

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Michael Peterson es un antiguo empleado del departamento de Defensa. Destinado en Alemania Occidental, en 1968 se casó con Patricia Sue, de profesión maestra de escuela, con quién tendría dos hijos, Todd y Clayton. Luchó en la guerra de Vietnam y en 1971 fue licenciado con honores —o no—, una experiencia a la que sacaría partido como escritor de novelas sobre dicho conflicto. En Alemania, Patricia y él hicieron migas con otro matrimonio, los Ratliff, George y Elisabeth. Él murió en una operación militar y ella, según certificó la autopsia practicada, por un aneurisma, dejando huérfanas a sus dos hijas, Margaret y Martha, de las que Michael se convirtió en su tutor legal: llevaba años manteniendo una relación más o menos secreta con Elisabeth Ratliff. La familia se traslada a Durham, en Carolina del Norte y, finalmente, en 1987, Michael y Patricia se divorcian.

Un año antes, Peterson había conocido a otra mujer, Kathleen: una ejecutiva del ramo de las telecomunicaciones, divorciada y madre de una hija, Caitlin. En 1989, la pareja formalizaba su relación, establecía las bases de tan heterodoxa familia y comenzaban una convivencia a todas luces feliz —así lo aseguraban sus allegados, incluida la familia de ella—, al menos hasta aquel fatídico 9 de diciembre de 2001 en el que Michael Peterson llamaba, fuera de sí, al teléfono de emergencias.

Desde el primer momento, la policía pone en duda la versión de Peterson y el desarrollo de la investigación llama la atención del prestigioso documentalista francés, Jean-Xavier de Lestrade, ganador de un Oscar por Murder on a sunday morning. La serie documental, que sigue el día a día del juicio con la complicidad del acusado y la fiscalía, que abren de par en par las puertas de su casa y sus despachos, se estrenaría en Francia en 2004, pero no ha sido hasta este mismo año cuando, gracias a la guerra sucia entre plataformas digitales, ha dado el salto al menú del mainstream para disfrute —macabro, pero disfrute— de todos aquellos rezagados que ahora nos asombramos con los entresijos del caso y las muchas particularidades del sistema de justicia americano.

En lo personal, una de las cosas que más me estremecen con el visionado del documental es la posibilidad de la muerte estúpida, que es algo que me persigue desde que tengo conciencia adulta. Morirse por nada, por una caída estúpida o porque se te estrelle una teja en la cabeza, es un tormento casi diario que me empuja a comer sin control y fumar más de la cuenta: se trata de cargar de razones a la parca y evitar, dentro de lo posible, el desenlace inesperado. Por eso, y solo por eso, comienzo el documental con los prejuicios avivados e intuyendo en Peterson a un asesino despiadado, sensación que se acrecienta cuando alguien repara en la similitudes de la muerte de Kathleen con la de Elisabeth, la madre de sus dos hijas adoptivas, también encontrada a los pies de una escalera.

Sin embargo, los métodos utilizados por los investigadores y la fiscalía nos hacen poner en duda esa primera impresión. Presiones a la forense que practica la autopsia de Kathleen, el relato puritano del infiel bisexual que engaña a su esposa y escandaliza a dios con sus prácticas sexuales, las implicaciones políticas del caso, el racismo subyacente que desacredita a expertos presentes en el juicio por su color de piel o sus apellidos, la manipulación constante de los hechos… Todo resulta tan burdo que uno siente el impulso de empatizar con el supuesto asesino y dar por buena la teoría de la caída desafortunada. A fin de cuentas, ella había bebido y consumido Valium la noche de autos, otro prejuicio más para encender las alarmas en el público que acostumbre a juzgar con saña este tipo de comportamientos.

No existe una opinión que no esconda un prejuicio detrás, elija usted el tema que desee: la inmigración ilegal, la ocupación, las paguitas, el feminismo, el madridismo, el putinismo… Nadie opina sin una razón, más o menos de peso, que le haya afectado en algún momento de su vida y que se convierta en la verdadera motivación que alienta sus planteamientos. A mí, por ejemplo, me atacó una gaviota de pequeño, así que imaginen mi frenesí al enterarme, esta misma semana, de que existe una teoría mediante la cual se intenta acreditar que a Kathleen Peterson la atacó un búho cuando subía las escaleras camino de la cama.

Parece una absoluta locura, lo sé, pero si algo nos ha enseñado la televisión actual es que nada resulta demasiado descabellado para una audiencia que sortea sus existencias tristes con unas pocas horas de entretenimiento al peso.

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