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Todo muy normal

En las escaleras que conducían al viejo comedor se reunían los yonkis del pueblo para hacer sus cosas de yonkis. Era una síntoma de degradación que se llevaba con bastante naturalidad, apoyado en la ignorancia popular sobre el mundo de la droga y cierta necesidad de mantener buenas relaciones con los vecinos. A Campelo no venían drogadictos de otros pueblos a consumir, quiero decir. Los que allí se reunían eran todos conocidos, hijos y nietos de alguien en un pueblo con un árbol genealógico tan entrelazado que podría no ser del todo legal, así que cuanto sucedía en aquella subida se consentía en aras de la convivencia y la cordialidad vecinal: todo muy normal.

Eran unas escaleras marmoladas y estrechas, levantadas entre dos puertas que daban servicio a la tienda de mi abuela y el bar del abuelo. Arriba, si uno se molestaba en subirlas todas, se encontraba con una coqueta terraza y, como digo, la entrada al viejo comedor. Allí se celebraron las primeras bodas de Casa Otilio y también algunos bautizos y comuniones con empaque de casamiento real, apabullantes en la carta de mariscos y el número de invitados. "Ganar dinero y perder la paciencia es parte del mismo negocio, mi estimado", me explicaba aquellos excesos el abuelo. "Si esperas a que crezca la niña, corres el riesgo de arruinarte". Se murió antes de que la heroína llegase a nuestras calles, por lo que no tuvo tiempo a probarla ni ver su gran obra arquitectónica convertida en una pequeña zona de guerra.

De niño, cuando me quedaba de guardia en la tienda, solía pensar en lo delgados que estaban aquellos chavales para tanto bocadillo como comían. Al caer la tarde, los veías bajar de un taxi y entrar en tropel con mucha bulla y cierta complicidad, hablando en aquel idioma que yo conocía a la perfección porque, a pesar de mi corta edad, ya era todo un especialista en ese fenómeno que se dio en llamar el cine quinqui. Chorizo, queso, mortadela, salami, jamón serrano, tetilla con membrillo, agujas, sardinillas, mejillones… La oferta era variada y ellos hacían gala de una creatividad digna de consideración: si usted es de los que cree que no hay dos españoles que tomen el café de la misma manera, pruebe a vender bocadillos a un grupo de adolescentes con ganas de experimentar. "El mío me lo envuelves con bastante papel albal, ¿oíste, Rafita?", decía cualquiera de ellos. Y los demás secundaban la moción mientras se daban capones o se rascaban la cara. Cuando el pedido estaba preparado, pagaban religiosamente, se dejaban llevar por una euforia repentina y salían zumbando a ocupar su lugar en nuestra escalera.

A la mañana siguiente, barrer bocadillos apenas mordisqueados y papel de plata chamuscado era una de las tareas ineludibles antes de abrir las puertas del doble negocio. Además, por alguna razón que todavía hoy no logro comprender, los yonkis de tierna edad eran unos tipos que escupían muchísimo, más que un futbolista profesional, así que, limpiar todo aquello —ya lo podrán imaginar—, no era plato de buen gusto para nadie y menos para mi madre, que siempre ha sido muy escrupulosa con ese tipo de cosas. Un día se cansó —no sé cómo tanto tardó— y decidió poner fin a aquellas reuniones vespertinas por las bravas. Lo que sucedió, sin embargo, fue que uno de los yonkis le sacó una navaja y mamá regresó a la cocina temblando, hecha un mar de lágrimas.

El previsible suceso no gustó a mi abuela y todavía hoy no entendemos el porqué. Ya por entonces era una mujer mayor, chapada a la antigua, poseída por la misoginia y un rencor hacia la familia política muy mal disimulado. No tragaba a ninguna de sus nueras, y salir en defensa de una de ellas me pareció un ramalazo de proto feminismo totalmente inesperado. Sin decir ni pío, se fue hacia un cajón, agarró el cuchillo de despiezar los corderos y salió a la acera blandiendo acero como una templaria bajita y enlutada. "En medio minuto empiezo a picar", les dijo a aquellos okupas consentidos sin acorralarlos, ofreciéndoles una retirada segura y honrosa. Yo creo que debieron intuir la sangre en el ojo porque saltaron como gamos escaleras abajo y no pararon de correr hasta llegar a la parada del autobús, donde uno de ellos se dio la vuelta y la amenazó con volver a verse las caras tarde o temprano.

Lo que hizo la vieja sigue siendo el mayor alarde de altanería que jamás hayan visto estos ojitos hasta el momento: se sujetó el cuchillo al mandil dejando la hoja a la vista, abrió los brazos en cruz, y le gritó con toda la voz que fue capaz de reunir: "¡Vente cando queiras, papanciño, que a min sempre me vas atopar armada!". Lo cierto es que no vinieron nunca más. Y fue una pena porque dejamos de vender un buen número de bocadillos y, además, el arrebato de mi abuela nos costó décadas de riñas con la familia de alguno de ellos, nada que el paso del tiempo no pudiera reconducir. "Non chores máis", le dijo a mi madre cuando regresó a la cocina. Curiosamente, aquello no impidió que consagrara su día a día a todo lo contrario, amargándole la existencia hasta límites insospechados y robándole más lágrimas que yo mismo, el segundo en el triste escalafón de la ruindad intrafamiliar: como les decía al principio, todo muy normal. 

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