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Todo no se puede tener

asdasdasdasdLeo por ahí que Amancio Ortega ha decido dejar la empresa familiar en manos de su hija Marta, con gran decepción de crítica y público. ¿Albergaban, quizá, alguna esperanza de que el patrón de la moda les dejase Inditex a ellos, a los que hoy sacan a relucir la meritocracia como parte del negociado entre padre e hija? Este es un país curioso, a veces. Otras es, simplemente, un gallinero en el que todo vale con tal de montar el pollo y hacerse el ofendido, especialmente desde una parte del espectro político y mediático que no reconocería a la tal meritocracia aunque le pegase con un palo en la cabeza.

A mí también se me legó el negocio familiar por el mero hecho de apellidarme igual que mi padre, mi tío y mi abuelo: cosas que pasan. No se la dejaron a mi vecino Manolo, que usaba gafas y se levantaba temprano. Ni a Salvador, que fue el camarero de referencia en la casa desde mucho antes de que me salieran pelos en las piernas, no: me la dejaron a mí porque era el heredero natural. Y nadie protestó, seguramente porque Casa Otilio no le pone a uno los dientes tan largos como el imperio de Casa Ortega. "A ver qué pasa", recuerdo que dijo mi abuela al enterarse de la noticia, sin duda la menos convencida de mis capacidades para gestionar un negocio consolidado, sano, con una clientela en los mejores años de su vida. Y lo que pasó —esto creo que ya lo he contado alguna vez, pero insistiré en la desgracia— es que antes de cumplir el primer curso contable tuve que dimitir y regresar el control a mis mayores, que fueron quienes de reflotarlo por los pelos. "Creo que no valgo para esto", les dije a todos ellos reunidos de urgencia en la cocina, con una pila de facturas delante que parecía la Columna de Trajano. "Cree, dice", apostilló la abuela rascándose la cabeza. Pasó, en definitiva, lo que tenía que pasar.

No es el mejor ejemplo para ilustrar el espíritu de este alegato, seguramente porque yo nunca he sido ejemplo de nada y menos aún de buen gestor, que ya de por sí es un adjetivo que no me pega, que no me va. Me gusta que Marta Ortega se haga cargo del imperio familiar y estoy seguro de que cumplirá con creces las expectativas del padre. La han preparado desde pequeña para el relevo, como esos baby monarcas que se saben ungidos desde la cuna y no pueden elegir otro destino que el de reinar, por eso suelen desempeñar su labor con tanta destreza. Ha estudiado en las mejores guarderías, colegios y universidades. Ha mamado tienda, fábrica, talleres y oficinas, como corresponde a quien pretenda conocer las tripas del dragón. Y aquí nos tomaremos un segundo para explicar lo obvio: claro que no ha sido una empleada al uso, de las que hacen números para conciliar o pagar la letra del Ford Fiesta, pero ha cumplido con su parte del trato y el único que podría juzgar lo contrario sería el cabeza de familia, quien no parece muy disgustado con las mañas de la hija: bravo por ella y bien por él.

Este es un país, además de todo lo dicho anteriormente, donde no está bien visto ganar mucho dinero. Ni tampoco está bien visto cantar las alabanzas del que gana mucho dinero, lo cual tiene una cierta lógica proletaria pero tampoco mucha. El comunismo siempre equivocó los procedimientos aunque, todo hay que decirlo, nos dejó diseños de camisetas bien chulas. El empobrecimiento masivo como garante de la justicia social tendrá sus cosas buenas, no lo sé, pero tampoco conozco a muchos comunistas sin iPhone así que no puedo —o no debo— opinar… Hace ya algún tiempo que cualquier movimiento de Amancio Ortega es susceptible de desmayos colectivos, algunos televisados y escenificados por una ralea de tertulianos vestidos de Massimo Dutti pero con un toque casual, que se les note el barrio y el cobre más allá del tejido. Si dona porque dona. Si paga porque paga. Si aprovecha las ventanas que ofrece el mercado internacional para proteger sus intereses porque aprovecha las ventanas, etcétera, etcétera… Cualquier día de estos se morirá, como todo hijo de vecino, y hasta en esos verán algunos ventajas, ya veremos de qué naturaleza.

Si fuese yo el heredero designado, Arteixo debería salir a las calles hoy mismo para pedir al Gobierno que interviniera, que mandase al ejército o a los hombres de negro: cualquier cosa. Pero Marta Ortega es Marta Ortega, una perfecta desconocida para todos aquellos que hoy se atreven a pronosticar el desastre por el mero hecho de ser una niña rica, como si en las cunas de oro no pudiese brotar el talento o el sacrificio. Y sí, ya sabemos que no comenzó su carrera cosiendo camisones en una fábrica de Coristanco, o de Bangladesh, pero tampoco parece esta una razón muy solvente para decretar el estado de alarma y entregar nuestras aspiraciones burguesas a las colecciones primavera-verano de H&M. Yo, por mi parte, pienso darle un amplio margen de confianza. Y si ella tiene a bien corresponderme, ya sea como director creativo, biógrafo de la corte o mozo de las caballerizas, aquí encontrará mis referencias y algunas buenas razones para odiarme: todo, querida Marta, no se puede tener.

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