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¿Y si todos somos un poco gilipollas?

El Tribunal Supremo acaba de confirmar la condena impuesta por un juzgado de Barcelona al youtuber ReSet, acusado de un delito contra la integridad moral de otras personas: quince meses de cárcel, la prohibición de usar la red social YouTube durante cinco años y una indemnización de veinte mil euros para la víctima, un mendigo al que grabó mientras le daba a comer galletas rellenas de dentífrico. "Mi intención no era ofender, vosotros vais muy a tope con la ley", protestó al poco tiempo de conocerse la sentencia. No se intuye ni gota de arrepentimiento en sus posteriores declaraciones, tan solo una enorme indignación porque su canal haya perdido miles de suscriptores y visto reducido el número de visitantes desde que estalló la polémica. "Dejé los estudios para dedicarme a este trabajo y lo estaba haciendo bien. Luego pasó esto y la prensa me ha jodido".

Conste en acta que siempre hubo gente así, especialmente en ciertas fases de la vida. Lo decía el escritor Manuel Jabois en una entrevista: "la adolescencia es una edad de mierda. Te miras en el espejo y solo ves a un gilipollas". Ahora, con las nuevas tecnologías, semejante cosa no tiene por qué ser un problema, bien al contrario. El ciberespacio está lleno de otros gilipollas dispuestos a admirarte "y recompensarte económicamente" por ser el más gilipollas de todos. Y ese es un caramelito difícil de despreciar, como se puede comprobar con un rápido barrido por estos nuevos canales de entretenimiento. Algunos de los protagonistas ganan tanto dinero "a base de decir y hacer gilipolleces, básicamente" que incluso se han mudado a Andorra para pagar menos impuestos. "¡Hombre, amigo Rafael! Pues tan gilipollas no serán, entonces", pensarán ustedes. Pues sí que lo son, créanme: se lo digo yo, que he vivido en Andorra.

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En Campelo, de chavales, hacíamos cosas parecidas pero sin el componente comercial. De vez en cuando cogíamos un viejo balón, lo llenábamos de piedras y simulábamos estar jugando un partido de fútbol en la plaza del pueblo. Lo depositábamos con mimo al lado de la carretera, a la espera de que algún vecino incauto y bien intencionado pasase cerca de él, camino del bar o del muelle. Nada motiva más a una persona de cierta edad que demostrar su toque de balón delante de la chavalería. Algunos cogían carrerilla para chutar, con lo que el impacto con aquel saco de piedras disimulado se convertía en un zapatazo monumental que terminaba con el buen samaritano por el suelo y nosotros muertos de la risa. Algunos se lo tomaban con humor, otros nos perseguían navaja en mano durante unos instantes, disimulando como podían la cojera. Otros, los menos, se quedaban en el sitio, medio lisiados, hasta que a alguien se le encogía el corazón y se acercaba a echarles una mano.

Hace unos años, en la previa de un partido de fútbol, no recuerdo cuál, un conocido periodista deportivo se atrevió también con la humillación a un indigente: de perdidos al río. Micrófono en ristre y con una cámara grabando, en riguroso directo, el locutor se jactaba de tener preparada una sorpresa que haría las delicias de la audiencia. "Tenemos aquí a un pobre hombre que lleva toda la noche pasando frío y yo quiero demostrar que la gente del Atleti es generosa", empezaba diciendo el ínclito locutor mientras sus compañeros, cómodamente instalados en el estudio, se partían de risa. "Vamos a ir echándole pasta al amigo, vamos, vamos… Mira, cinco euros", insistía el periodista en la humillación, rodeado de aficionados con el seso tan nublado como el día. Aquello le costó una dura reprimenda en redes sociales y poco más: ni perdió su trabajo, ni sus compañeros de profesión se lo reprocharon públicamente y, por su puesto, ningún juzgado entró de oficio para condenarlo por un delito contra la integridad moral, como sí hicieron con el youtuber ReSet. ¿La diferencia? Dígamelo usted, porque yo no la encuentro por ninguna parte.

Ser un gilipollas no es tanto una cuestión de edad como de oportunidades

Como ven, ser un gilipollas no es tanto una cuestión de edad como de oportunidades. A menudo pienso que todos lo somos en algún momento de nuestras vidas, tan solo necesitamos un contexto en el que poder demostrarlo. Estos días se ceban las redes y muchos artículos de opinión con el tal ReSet, que bien merecido se lo tiene, pero también sería este un buen momento para hacer examen de conciencia y mirarnos todos en el espejo, como recomendaba Jabois. A poco que afinemos con la autocrítica, nos sorprendería lo que el reflejo nos puede llegar a ofrecer: a mí el primero. Piensen en cómo tratamos al camarero, a la dependienta del comercio de ropa, al inmigrante que vende pañuelos en los semáforos o al yonki que pide unas monedillas por las mesas de alguna concurrida terraza. ¿De verdad no se siente usted un poco gilipollas nunca, jamás, en ninguna ocasión? "¡Pero yo no lo grabo para luego ganar dinero!", me contesta mi amigo Carlitos, que es un aguililla. No me queda claro si no se cree un gilipollas por ignorancia o por omisión, tan capaz de sentirse mal por haber humillado a un desconocido como de calcular la pequeña fortuna que habrá perdido por ser chapista en lugar de Youtuber.

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