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Viva España

Necesitamos una candidata que conecte con el pueblo andaluz, dijo el secretario general del partido. Madrid había amanecido con un calor de mil demonios y la sede central era un hervidero de gente que iba y venía como pollos sin cabeza: algunos ni siquiera sabían por qué estaban allí. Sonaban teléfonos que nadie encontraba ni mucho menos contestaba, un mozo con pinta de haber terminado el bachiller pasaba una escoba al piso y los integrantes de la junta nacional pedían silencio cada pocos segundos: se estaban jugando el futuro de Andalucía, el futuro de España. 

—Ha llegado el técnico del aire acondicionado—, anunció Peláez asomando por el quicio de la puerta con su pelo ralo, desagradable, supurando gotas de sudor que caían como torrentes por su piel mortecina. Aquello arrancó aplausos inesperados entre los presentes, hombres en su mayoría, barbudos en su totalidad. 

—¿Es español?—, preguntó María de la Concepción sin dejar de azotar su abanico. Vestía ropa de caza en tonos ocres, como todas las mañanas que bajaba al perro a pasear por el parque. No era mujer de ir dejando cosas al azar y ni mucho menos su vestimenta. -Por el acento diría que es de fuera, doña María—, respondió Peláez Pero es blanco, diría que caucásico… ¡Ni tan mal! 

Era una forma de verlo, pero ni por esos era plato de buen gusto en el seno de la dirección nacional. Bastantes problemas tenían ya para que, ahora, estallase la bomba informativa de que el partido contrataba a inmigrantes para refrescarse a poco que subieran las temperaturas: menudo contrasentido sería aquel. 

—Asegúrate de que tiene los papeles en regla, al menos—, sugirió don Rogelio Von Patten, el más veterano de los presentes, mientras los demás golpeaban la mesa con los nudillos en señal de aprobación. 

—¡A la orden, mi general!—, gritó Peláez haciendo el saludo militar, un gesto que llenó de algarabía la sala y provocó varios aplausos. El suyo era un partido con códigos, pero también con un finísimo sentido del humor, dijesen lo que dijesen los buitres y hienas de la prensa. Desaparecido Peláez, el líder se levantó de la mesa y tomó posesión de una pizarra teñida con los colores de la bandera nacional. Sin decir ni mu, agarró un rotulador y comenzó a garabatear algunos nombres sin demasiado respeto por la caligrafía ni mucho menos por la ortografía. 

—¡No se ve!—, protestó Van Patten echando mano de un folio para abanicarse el pescuezo. 

—Está bien demostrar nuestro amor a España, pero la pizarra debería ser de color blanco: es mucho más práctico, dónde va a parar—, secundó don Rodrigo de Menorca y Dos Infantas. Representaba los intereses de su padre en la reuniones que se celebraban en la capital, demasiado mayor el hombre para viajar, pero lo suficientemente estoico para ceder, todavía, las riendas de la familia a aquel imbécil con demasiado gusto por las drogas clásicas, el whisky escocés y los masajistas brasileños. 

Refunfuñó el líder, un poco harto de tanto personalismo y tanto niño muerto. Desde que montara el partido que debía restituir la grandeza de la nación española había tenido que lidiar con todo tipo de mequetrefes resabiados y sus aires de castellanos viejos. Los soportaba por el dinero que aportaban, por sus relaciones y porque, todo sea dicho, tampoco sobraba gente dispuesta a dar la cara en circunstancias tan desfavorables. Pero odiaba profundamente a los tipos como Menorca y Dos Infantas: el verdadero cáncer de la nación una vez hubieran extirpado a los comunistas, a los inmigrantes, a las lesbianas, a los cantantes de música folk e indie y, por supuesto, a los periodistas. 

—No importa. Lo haremos sin pizarra—, anunció mientras borraba lo escrito con la mano. Como os decía, necesitamos una candidata que conecte con el pueblo andaluz. Una mujer, pues así lo aconsejan las encuestas recibidas esta misma mañana. ¿Alguien se las ha leído? 

María de la Concepción apuró el ritmo de su abanico. No le gustaban aquel tipo de lecturas tediosas. En realidad, no le gustaba ningún tipo de lectura. Los demás, como una pandilla de colegiales que no han hecho sus deberes, comenzaron a silbar, a mirar al techo, a lanzarse bolitas de papel los unos a los otros… Aquello enfureció al líder, que golpeó la mesa con la mano tintada de azul y provocó un silencio sepulcral en la sala. 

—¡Hay que leerse los informes, me cago en la mano incorrupta de Santa Teresa!—. Se persignaron varios de los presentes, escandalizados por tamaña herejía y profundamente temerosos de dios. 

—¿Para qué los pagamos si después no los leemos? ¿Alguien me lo puede decir? 

Se mascaba la tensión cuando Peláez pasó junto a la puerta seguido de un rubio gigantesco, alto como un jugador de baloncesto y con una bolsa de herramientas colgada del hombro. 

—No tiene mala pinta el gachó—, dijo Menorca y Don Infantas calculándole los andares. De los eslavos dirán lo que quieran, pero son hombres con los que contar el día que estalle una guerra, vaya si no. 

—Yo tengo una prima que se llama Macarena—, dijo María de la Concepción de repente aunque sin dejar de dar brío a su rojo abanico. 

Se hizo el silencio. El líder adoptó una actitud pensativa, sosegada, mientras don Rogelio Von Patten asentía con la cabeza visiblemente conforme con aquella posibilidad. Fue entonces cuando Menorca y Dos Infantas se puso a cantar acompañando la tonadilla con golpecitos sobre la madera: 

—Dale a tu cuerpo alegría, Macarena. Que tu cuerpo es pa’darle alegría y cosa buena—. 

—¡Eeeeeeeh, Macarena! ¡Aaaaaaaaaay!—, gritaron todos al unísono antes de ponerse en pie y comenzar una procesión de besos sonorísimos al rostro maquillado de María de la Concepción: acababa de arreglarles la mañana y, dios así lo quisiera, el futuro de Andalucía y puede que de España. 

—Llámala y que se presente aquí mañana por la mañana—, ordenó el líder a su mano derecha. 

—Ay, no. Por las mañanas no hace nada. Es su mood, no sale ni de casa—, objetó ella. 

Y a todos, sin excepción, se les saltaron las lágrimas de emoción al comprobar que no habrían podido encontrar una candidata que conectase mejor con el pueblo andaluz: aquel era un partido construido a base de tópicos infames y, una vez más, lo iban a demostrar. -¡Viva España!, gritó Von Patten.

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