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Votar mal

UN EJEMPLO DE CHISTE MALO sería el siguiente: ¿en qué se parecen Mario Vargas Llosa e Ione Belarra? En que los dos se fueron a la cama el pasado domingo convencidos de que la gente vota mal. No le gustó al escritor la decisión del pueblo colombiano de aupar a un candidato de izquierdas por primera vez en su historia y, por supuesto, no le gustó a la política que los andaluces entregasen a Juanma Moreno Bonilla una mayoría absoluta como un castillo francés de grande. 

Blog de Rafa Cabeleira

Con algunos —cada vez más— demócratas sucede esto. Nunca lo dirán porque no es un estigma agradable de sobrellevar pero, sencillamente, no les gusta la democracia. O mejor dicho, solo les gusta cuando las urnas arrojan los resultados que quieren ellos. "También Hitler ganó unas elecciones democráticas", suelen argumentar, muy a la defensiva, quienes todavía se empeñan en restar valor al mejor invento de la humanidad junto con los donuts de chocolate y el pepito de ternera con queso y pimientos asados. Bueno, bien, de acuerdo… Nadie dice que la democracia sea perfecta. Y, respecto a Hitler, qué quieren que les diga. Sería un megalomaníaco fascista y genocida pero convenció a un pueblo como el alemán para que lo siguiera en sus desvaríos, algo que no han conseguido los apadrinados por Vargas Llosa e Ione Belarra en los comicios electorales del pasado domingo: menuda curita de humildad.

La vida, también la política, hay que tomársela con cierta filosofía y grandes dosis de sentido del humor porque de lo contrario puede uno acabar como las maracas de Machín. Debe ser una carga durísima de soportar esa de saberse todo el rato en el lado correcto de la historia, de ser el bueno de la película, de identificar y señalar a los que no piensan lo mismo que tú como la incógnita maligna a despejar de la ecuación, cuando no a extirpar, directamente. Menudo marrón, amigo centinela. A veces me pregunto en qué momento de la vida se produce esa conversión en seres de luz cargados de razón. En qué instante empiezas a mirar por encima del hombro al semejante como primera respuesta a tus sospechas: que algún día, el zopenco de tu hermano o aquel primo tuyo de Cádiz, el de los chistes de cojos y mariquitas, introducirá en una urna la papeleta equivocada.

Claro que la gente se puede equivocar, faltaría más. Sin ir más lejos, a mí me eligieron delegado de clase tres años seguidos mis compañeros de bachillerato. A mí, que ni siquiera me presentaba al cargo. El primer año me avalaba la condición de repetidor de curso: eso lo entiendo. Viste mucho nombrar representante de la colectividad a un fulano que no conoces de nada pero que ya ha demostrado, con creces, su profundo desprecio por el sistema educativo. No sabría decir si eso se puede considerar un acto revolucionario, casi de izquierdas, o una medida de seguridad, más de derechas, pero lo cierto es que no me quedó más remedio que aceptar el cargo y ejercer mi poder con responsabilidad las dos primeras semanas. 

Al año siguiente me volvieron a votar, supongo que por vicio. Ya se sabía que era el último en llegar a clase, que me interesaban más el Marca que las matemáticas o que me fumaba las clases de gimnasia aduciendo dolores intensísimos que copiaba de mi abuela. "¿Pero cómo vas a tener reuma a los dieciséis años, alma de cántaro?", se escandalizó en cierta ocasión el profesor. "Cosas peores se han visto", le dije yo echándome la mano a la espalda y confundiendo los síntomas fingidos con los de la lumbalgia. Ni que decir tiene que no aprobé Educación Física hasta que llegó la hora de pasar a COU y alguien se apiadó de mí frente a aquel fascista del salto de potro y el balón medicinal. ¿He dicho fascista? Es un decir. A lo mejor era comunista, o ecologista, o simplemente un racista… Quién sabe.

La cosa se complicó al tercer año. Democráticamente hablando, quiero decir. Desde las altas esferas, como ahora ocurre con el Ibex 35 o los grandes medios de comunicación, se anunció al respetable que mi candidatura como delegado quedaba descartada: tenían que elegir a otro. ¿Han visto la película de ‘El club de los poetas muertos’? Pues fue igual pero sin subirse a los pupitres y con menos parafernalia. El tutor del curso iba abriendo papeletas y cuando llevaba una docena con mi nombre detuvo el proceso y obligó a repetir la votación insistiendo en el veto federativo. Lo único que consiguió fue enfurecerse tres o cuatro veces más, menudos son para esto los adolescentes. Al final, se cansó de pelear contra lo imposible y aceptó investirme con el bastón de mando y aquel cuadernillo en el que se apuntaban las faltas de asistencia (creo que todavía tengo alguno sin estrenar en casa). La democracia, una vez más, había triunfado.

A Vargas Llosa, novelista formidable, le vienen sobrando en los últimos años algunas arrugas emocionales y cierto resquemor contra la izquierda. Supongo que algo tendrán que ver las perrerías que, se comenta, le infringió el que entonces era su amigo, Gabriel García Márquez. Hay gente así de rencorosa que no consigue separar lo personal de lo político. En el caso de Ione Belarra, no sé cuál será su problema de base, pero haría bien en tratarse ese exceso de superioridad moral y afrontar las próximas citas electorales con mejor talante. Tampoco es que arreglemos gran cosa con todo esto, pero ayudaría a sanear uno de los grandes males que asolan a la civilización desde mucho antes de que el Amado Líder leyese ‘La ciudad y los perros’: la polarización. Y no, a mí no me miren porque, como solía decir en mis tiempos como delegado estudiantil: "Ya estaba así cuando llegué".

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