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Alvite y cierra el Barça

José Luis Alvite.ARCHIVO
photo_camera José Luis Alvite.ARCHIVO

Lunes:

No está siendo este un verano de muchas lecturas, al menos no para mí. Una de las consecuencias primeras y más nocivas del confinamiento fue que, por alguna razón, desaprendí a leer. Algo se fundió en mi cabeza, no sé. Supongo que un fusible o una resistencia... Tampoco soy neurocirujano. El caso es que perdí capacidad de concentración, básicamente, y leer sin estar concentrado es como tener sexo en el baño de un after: se puede hacer, pero lo más probable es que al día siguiente no te acuerdes de nada.

Martes:

Pero a grandes males, grandes remedios: me he encontrado por casa con uno de los libros de José Luis Alvite y, vaya, que ahí está otra vez el gusanillo de las letras haciéndome cosquillas en el cerebro. Yo no sé si alguna vez volverá a parir este país un talento como el suyo -probablemente no- pero zambullirse en sus páginas es como vivir la vida con una mirada que no te corresponde, un ejercicio de asombro constante del que nadie sale indemne. En sus últimos días, con el cáncer de pulmón esprintando hacia la meta, Alvite seguía fumando como lo había hecho siempre: con aplomo y regularidad. Aquello desesperaba a sus más allegados que, día sí y día también, intentaban convencerlo de que lo dejase, de que se cuidara un poco más, a lo que el escritor respondía:"Dile a estas alturas a Jack El Destripador que comience a pagar a las putas".

Miércoles:

Yo no sé si habrá algún partido político en el mundo que exija tantos registros diferentes a sus militantes como el PSOE, quizás el Real Madrid. Un día defienden una cosa y al siguiente la contraria, como ha sucedido con los remanentes de los ayuntamientos, que es como presumir hoy de señorío para, mañana, por indicaciones de instancias superiores, invocar el espíritu fundacional de Ultrasur. El Caballerazo, que es como ha dado en bautizarse ese brinco hacia atrás del alcalde de Vigo y presidente de la FEMP, ha dejado en muy mala situación a muchos compañeros de partido que, como en el caso de Tino Fernández, deberán explicar a sus vecinos -y a sus socios de gobierno, ojo con eso- por qué la buena gestión de las cuentas municipales no repercutirá, finalmente, en el beneficio inmediato de la propia ciudad de Pontevedra. Como no sé si Tino es taurino o no, diremos que será como si sus Clippers tuviesen que lidiar con los mejores Bulls de la historia reforzados con algunas de las estrellas de los Lakers: eso no se le desea a nadie.

Jueves:

Finalmente, la fiscalía de la Audiencia Nacional ha decidido archivar las diligencias abiertas contra Ana Pontón y otro líderes políticos por un presunto delito de injurias contra la corona. Más allá de las palabras elegidas por Pontón, todas ellas amparadas por un derecho a la libertad de expresión que debería ser -este sí- inviolable, lo que llama poderosamente la atención es la defensa a ultranza por parte de diferentes colectivos hacía una institución que durante décadas se ha movido en la opacidad más absoluta, sin tener que rendir cuentas a nadie: una prebenda perjudicial para cualquier jefatura del Estado pues, de una manera u otra, siempre suele funcionar como la antesala del abuso de poder.

Viernes:

De la vergonzosa derrota del Barça en Lisboa, frente al Bayern de Munich, he aprendido una valiosísima lección: no conviene ver estos partidos rodeado de árboles, le entran a uno demasiadas ganas de suicidarse. Menos mal que, ya desde pequeño, nunca se me dieron bien los nudos. Ocho goles en unos cuartos de final de la Liga de Campeones suponen un rejonazo no apto para ciertos perfiles psicológicos, entre los que se incluye el mío, pero ayudan a comprender mejor otros aspectos de la sociedad que nos rodea como, por ejemplo, la eterna sonrisa de Guille Juncal. "Un gol y nos metemos, confía", me espetó cuando más arreciaba la tormenta alemana, optimista empedernido y un poco melasudista, como Mariano Rajoy. A punto estuve de llamar a Pilar Comesaña para que le llamase la atención: a fin de cuentas, es a la única que escucha.

Sábado:

"Antes de ocurrir la desgracia del tren, la de Angrois era una de tantas aldeas de Galicia, lugares entrañables y apacibles en los que la vida transcurre tan tranquila, tan silenciosa, que hay perros que mueren de viejos sin haber aprendido a ladrar".

Ya ven que sigo enganchado a José Luis Alvite, por fortuna: el tiempo dirá en qué parte del cerebro me sorprenderá el cáncer de envidia que puede -y debe- provocar su lectura.

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