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Campamentos

A LOS NIÑOS de la costa nos mandaban de campamento a paraísos exóticos como Sarria o Verín, supongo que por aquello del cambio de aires. No a todos, claro. La mayoría se quedaban en Campelo disfrutando de los días interminables del verano, la playa, los juegos en el puerto, las partidas de futbolín, la fruta robada, la caza de grillos, el cine de los gitanos y la contemplación de las turistas que llegaban de Madrid, Zaragoza y Oviedo con sus vestiditos de lino y aquellos acentos extraños. A los elegidos, a los que nos pasábamos el año entero entregados a la catequesis, las convivencias de oración, las colectas solidarias o la limpieza y mantenimiento de la iglesia, nos tocaba el premio gordo de partir hacia el interior en compañía de los hermanos mercedarios, dormir en un convento, fabricar pulseritas de plástico y adoptar como canción del verano 'Lo sabemos, el camino es el amor'... La juerga padre, vamos.

Supongo que, de algún modo, aquello te ayudaba a madurar. Salvando las distancias, era como una especie de mini servicio militar obligatorio en el que aprendías a respetar la cadena de mando, las normas, los horarios, el entorno y, algunas veces, no siempre, incluso a ti mismo. Durante dos semanas disfrutabas de algo parecido a una dictadura y pasado ese tiempo regresabas a casa sabiendo que ya no eras el mismo, que algo muy dentro de ti había cambiado. A mí, sin ir más lejos, me cambió la voz precisamente en Verín, que es una de esas cosas que siempre tienes que explicar dos veces cuando las cuentas. Fue una cuestión de edad y desarrollo, entiendo, aunque el calor sofocante de aquel verano y las gélidas aguas del Támega bien pudieron tener algo que ver en la aceleración del proceso. También la comida, tan salada que daba hasta reparo bendecirla mientras notabas como se te oxidaba la laringe con cada bocado. El caso es que, aquel año, me fui de casa siendo un niño y volví siendo el mismo niño pero con la voz de Iñaki Gabilondo, lo que no ayuda demasiado si el físico no acompaña, especialmente si tienes un aspecto mortecino.
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Cómo decía, teníamos un horario para casi todo y cualquier actividad acordada venía acompañada de una serie de normas que nadie osaba poner en duda por que, a fin de cuentas, las había escrito el propio Jesús. ¿Correr por los claustros del convento? Molestaba a Jesús. ¿Dormir más de ocho horas? Decepcionaba a Jesús. ¿Las camisetas de Metallica o Iron Maiden? Horrorizaban a Jesús. Así, culpando de todo al hijo de dios, nos iban metiendo en cintura hasta que una tarde, después de la siesta obligatoria y diez minutos de oración, estalló la revolución: o nos dejaban ver la final del Mundial o a Jesús no le iba a gustar nuestra particular versión de la huelga. Un Argentina- Alemania no era negociable incluso para nosotros, los niños más beatos de la geografía gallega. Estábamos hablando de Maradona, con todo lo que el Pelusa tenía de religión. Y de Caniggia, santo apostol del sprint y las cintas en el pelo. Pero, sobre todo, estábamos hablando de trazar una línea en nuestra relación con la fe católica, una advertencia de que el amor a dios no podría ser tal si él no ponía un poco de su parte.

Fue el peor partido de la historia. A menudo pienso que nos lo comimos entero por orgullo, por no permitir a uno de los responsables mover la cabecita en actitud de "os lo dije". Los de Ferrol, que empezaron la retransmisión apoyando a Alemania, supongo que por herencia fascista, pronto abandonaron el salón y allí nos quedamos los de Campelo, esperando un nuevo milagro de Diego Armando entre bostezos escandalosos y un profundo malestar gástrico. Esa noche recibí llamada desde casa y mi padre me dijo que tenían lasaña para cenar y que en el cine de los gitanos iban a proyectar Porky’s. Aquella fue la puñalada definitiva a una fe que llevaba meses tambaleándose cada vez más convencido de que la moralidad intachable y el comportamiento ejemplar no me estaba reportando ningún tipo de beneficios. Poco a poco, me fui desviando del camino hacia la santidad hasta que llegó el siguiente verano y no recibí la correspondiente invitación a los campamentos de los mercedarios. Aquello me sentó fatal, porque una cosa es que seas tú el que abandones la religión pero otra muy distinta es que la religión te deje a ti. Desde entonces, como esas cartas espaciadas que uno envía a sus ex-novias, les hago un donativo y compro un calendario, no vaya a ser que algún día necesite acreditar con hechos lo que un día, ya muy lejano, fui.

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