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David, de Artajona

Ya no recuerdo sobre qué iba a escribir antes de conocer la terrible noticia: los periodistas David Beriáin y Roberto Fraile han sido asesinados en Burkina Faso por no se sabe muy bien quién, aunque ahora mismo quizás sea lo de menos. Grababan un documental sobre la caza furtiva en el país africano, los secuestraron y el Ministerio de Exteriores acaba de confirmar la muerte de ambos.

Hace apenas un mes que estuve cenando en la casa de David y Rosaura, su mujer. Me gustaría decir que era mi amigo por una mera cuestión de vanidad, pero lo cierto es que no: nos conocimos esa misma noche por mediación de Natalia -ella sí, amiga de ambos-, encargó tortillas para quince o veinte personas y nos invitó a completar una mesa pensada para cuatro y, finalmente, dispuesta para seis. "Yo es que soy de Artajona, ¿sabes?", me dijo a modo de saludo y también de advertencia, con esa confianza del anfitrión norteño que se sabe triunfador mucho antes de que el hambre y la sed comiencen a menguar. Habían encendido la chimenea, la luz era cálida, me colocaron una cerveza en la mano nada más cruzar el umbral de la puerta y por los ventanales de aquella terraza se asomaba ese Madrid friolero de las últimas noches de invierno. "Ni tan mal", debí de pensar mientras nos acomodábamos sin mucho orden ni concierto.

Beriáin, que ha pisado casi todos los infiernos sobre la tierra, comenzó contándonos su historia de amor con Rosaura mientras ella iba enfriando tanto entusiasmo con caras de divertido escepticismo: los tiempos del romance son, a menudo, una mezcla de memoria selectiva y gusto por el relato. Luego nos habló de su pueblo, de las marcas de la infancia, de su primer trabajo en la Argentina más profunda y de la abuela Juanita. "¿Sabéis por qué la productora se llama 93 metros?", nos preguntó. "Es la distancia que hay entre su casa y el banco de la iglesia donde siempre se sentaba a rezar". Creo que fue ahí cuando enlazamos con el tema de la religión y me sorprendí con la profunda fe de un reportero que ha visto cristos de todos los colores. "Casi la pierdo cuando tuvimos que hacer el cursillo prematrimonial, eso sí", acotó risueño en un momento dado. "¡No os podéis imaginar lo que fue aquello". Y, efectivamente, no podíamos. Contar bien una pequeña historia comienza por el escrupuloso respeto hacia la materia prima y al navarro se le notaba que había tramitado el carnet de manipulador de alimentos en los cinco continentes.

Para cualquiera que ame el periodismo, David Beriáin era un coloso. Y para todos aquellos que se divierten ridiculizando a la profesión funcionaba como un perfecto recordatorio de que nada sale tan barato en esta vida como hablar por hablar. Su primera guerra, con 25 años, consistió en convencer a Bieito Rubido, entonces director de La Voz de Galicia, para que lo enviase a cubrir la invasión americana de Irak: esa sería la segunda. Luego llegaron todas las demás, pues a Beriáin lo movía la necesidad de contar lo que estaba pasando allí donde casi nadie mira, sobre el terreno, con esa perspectiva que completa los grandes titulares y desenmascara no pocas mentiras: solo un devoto del sentido último de la profesión, como era el caso, es capaz de colarse en semejante avispero escondido en el doble fondo de un camión, con la vida fiada a la palabra de unos contrabandistas de petróleo y con Bieito Rubido poco o nada convencido, desaconsejando por activa y por pasiva todo exceso de audacia.

Para cualquiera que ame el periodismo, David Beriáin era un coloso

El otro David Beriáin, ese del que tantas veces me hablaba Natalia, es el confesor al que su amiga del alma le cuenta cómo ha ido la cita del sábado noche mientras a su alrededor caen las bombas o silban las balas, apoyado en la barandilla de una terraza con vistas al horror, consciente de que la geopolítica del corazón necesita brújula y aliento en los momentos más inoportunos: ahí solo te salvan los más cercanos, esos con los que has tejido una complicidad tan resistente como el kevlar de los chalecos antibalas. Ese es el agujero infinito que deja David para tantas personas, mucho mayor que el excavado por el periodista Beriáin para honra de la profesión. La ausencia de los amigos que uno elige te persigue de por vida a pocos metros de distancia: torpe y dolorosa al principio, reconfortante y cálida después. Sé que ahora no parece un gran consuelo pero, pasado un tiempo, créanme que lo es.

Aquella noche, por cierto, nos fuimos de la casa de David y Rosaura prometiendo volver -señal de que tan mal no nos comportamos- y con la certeza de haber conocido a una gente magnífica, de esa que te provoca una resaca diferente al día siguiente, como si de la buena compañía se pudiera extraer una buena dosis de proteína y dos ibuprofenos. Yo no soy creyente, la verdad. Ni tampoco sé a cuanto metros estará mi casa del primer banco de la iglesia pero, por su descanso y en su memoria, a buena fe que prometo contarlos.

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