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El portero

A MARTÍNEZ nunca lo habían expulsado antes, siempre se había comportado como lo que es, un auténtico caballero. Cualquiera que haya ido alguna vez al campo lo habrá podido comprobar con sus propios ojos, no tendrá ninguna duda de lo que digo. A estas categorías no acuden nunca las televisiones, las cámaras no se arriesgan a ser alcanzadas por las piedras que salen disparadas del rectángulo de juego cuando algún delantero malinterpreta el punteirolo y los tacos de su bota desnudan el terreno como un arado atómico. Por eso, ante la falta de pruebas, cualquiera podría pensar que estoy mintiendo, que defiendo a Martínez porque es compadre y, ya se sabe, nadie habla mal de los amigos salvo algún pequeño esto y aquello cuando el alcohol, o la confianza, desprenden a la lengua de cualquier obligación. Piensen lo que quieran. Los que frecuentan estos campos sin sembrar de las categorías regionales podrían contarles mil historias sobre tipos como Martínez, el siempre elegante y educado Martínez, ese por el que suspiran las pocas mujeres que se cuentan en la banda y a quién, el pasado domingo, un árbitro mal encarado y peor parido le mostró la primera tarjeta roja de su vida por empujar a un defensa rival que le había pisoteado el tabaco.

Ustedes no lo saben pero qué gusto da verlo saltar al campo, siempre el último en asomar por la puerta del vestuario: el pelo bien cepillado, el bigote orgulloso, la camiseta recién planchada… En realidad, lo de saltar al campo no es más que un decir pues Martínez parece que se deslice, que desfile sobre la gravilla como un modelo escandinavo en alguna famosa pasarela de moda, como el segundo hijo de dios caminando sobre las aguas ante el asombro de sus semejantes. El público se pone en pie cuando lo ve aparecer con los guantes bajo el brazo, dirigiendo a su rebaño desde la retaguardia, y hasta una pareja de palleiros que a menudo corretean por la banda se detienen para contemplar a Martínez, el campo entero retorciéndose de admiración ante la presencia del gran ídolo, del cacique.

Antes de comenzar con los habituales ejercicios de calentamiento, el bueno de Martínez se aplica con rigor en su pequeño ritual de cada domingo, sacerdote caprichoso que no empieza a decir misa hasta que cada cosa está en su sitio, en perfecta armonía con el altar. Junto al poste derecho, que es como el sofá de su casa, coloca con mimo su botellín de agua, el paquete de tabaco y un mechero de plata que su padrino le regaló al regresar del servicio militar. Acto seguido apoya su espalda contra la madera, alza los brazos hacia el travesaño y comienza a contar pasos de poste a poste, como si desconfiara de que algún desaprensivo hubiese ensanchado las medidas habituales durante la noche. Por último revisa la red en busca de posibles agujeros, pisotea la línea de gol hasta dejarla tan planchada como su propia vestimenta y enciende un cigarrillo antes de comenzar a atajar los primeros balones que su habitual suplente chuta con profundo respeto desde la frontal del área.

Por pura envidia, no puede tratarse de otra cosa, siempre se escucha una voz desagradable recriminando que un futbolista como él se atreva a fumar durante los partidos, que ofrezca tan mal ejemplo a los niños que acuden al estadio, pero Martínez cultiva el vicio del tabaco desde que dejó la escuela y se fue a navegar por esos mares del demonio, de ahí que el pitillo forme parte de su anatomía como las mismas manos, los pies e incluso ese bigote que ya nadie luce pero que él se niega a abandonar. El Loco Gatti necesitaba de la vincha para enfrentarse a las amenazas del gol ajeno, algunos porteros modernos se vendan los tobillos o las muñecas, otros besan estampas y medallas pidiendo ayuda a los cielos… A Martínez le basta con saborear la nicotina y el alquitrán en su garganta para sentirse capaz de atajarlo todo, confesamente insuficiente para defender un marco que no sienta como su propia casa, desamparado si el área no desprende el mismo aroma a tabaco que el pequeño salón sin ventanas donde suele abandonarse a ver la televisión.

Cuando el rival ataca, Martínez apoya el cigarrillo junto a la base del poste izquierdo y en cuanto el peligro se desvanece, en cuanto la pelota toma suficiente distancia para sentirse seguro, recoge el pitillo del suelo y fuma como si acabase de hacer el amor, como si sus intervenciones mereciesen una pequeña recompensa. Si su equipo marca un gol, enciende un cigarro. Si lo recibe, enciende un cigarro. Si el árbitro señala un penalti en contra, enciende un cigarro… Es la única jugada en la que Martínez no suelta el pitillo salvo que algún juez puntilloso se lo exija, y los habituales del gol norte hemos perdido la cuenta de tanta pena máxima atajada, de tanta intuición disimulada tras el humo que oculta su mirada, las mandíbulas apretadas y la chusta chisporroteando a pocos centímetros de su nariz, agudizando su olfato.

Siempre ejemplar, mil veces se ha encargado Martínez de sofocar las peleas entre defensas y delanteros con apenas colocarse en medio de la refriega y mirar a los ojos de los contendientes. Y sin embargo, quién lo puede creer, el domingo pasado terminó expulsado porque a un arbitrucho de cuarta le dio un ataque de importancia, un arranque de autoridad que no comprendieron ni los contrarios. "No ha sido para tanto, deje estar a Martínez", le decía el nueve rival mientras el hijo de la gran puta anotaba el dorsal en una libretita y negaba con la cabeza. Incluso el supuesto agredido, un central gigantesco que jugaba con una mano vendada, solicitaba piedad para Martínez reconociendo su provocación, tratando de explicar cómo había pisoteado el paquete de tabaco al arquero por pura frustración, enajenado por un espléndido cabezazo que conectó a la escuadra y que Martínez sacudió a córner con una de sus estiradas de ángel. "Con el tabaco de los otros no se juega, lo sé bien que fumé durante más de veinte años", le decía el arrepentido cinco al árbitro mientras Martínez se despedía dando la mano a todo el mundo y se dirigía, sin un mal gesto, hacia la grada. Allí se sentó, en la primera bancada, y mientras la hinchada se desgañitaba pidiendo justicia, el bueno de Martínez se volvió hacia mí y con un gesto sutil me pidió un cigarrillo: "Luego compro y te lo devuelvo, compadre".

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