Blog | Ciudad de Dios

Finezza

Ni tres ni cinco: cuatro furgonetas de Amazon he visto circular en lo que va de mañana desde mi atalaya. No sé. De entrada, pensarán ustedes que, probablemente, paso demasiado tiempo mirando por la ventana. Y con razón. Pero no nos desviemos de lo importante: la invasión de esas furgonetas modernísimas, de un gris plastilina y magníficamente serigrafiadas, calzadas para correr un Dakar, con la ITV pasada y las placas de matrícula originales. No se les puede poner ni un solo pero desde el punto de vista estéticoreglamentario, las cosas como son, pero ni por esas termina de gustarme su proliferación. Los conductores, por cierto, chavales y chavalas bien majos, educados y eficientes, no tienen la culpa de este odio irracional. Es más, en dos meses de compras compulsivas no me han extraviado ni un solo paquete, incluido el de una nueva crema reductora para el abdomen que llegó ayer mismo en un tiempo récord: ya les iré informando sobre los resultados.

Cabeleira.MXCampelo siempre ha sido un pueblo con gran apego hacia las furgonetas, como casi todos los del entorno rural y por razones obvias. No hace tanto, las leiteiras pasaban cada mañana en la suya para rellenar los cacharros que dejábamos en la puerta, la ventana o colgados de una viña, dependiendo de las necesidades y posibilidades de cada uno. Digo que no hace tanto tiempo pero en realidad sí lo hace: al menos treinta años. Tenía un punto miserable todo aquello pero era bonito. Y quizás por eso, por pura nostalgia, nos parece que fue ayer cuando bajamos por última vez a por la leche recién ordeñada, metimos el dedo en la nata esponjosa y nos lo llevamos a la boca como una golosina clandestina, el manjar de los salvajes. No era la práctica más higiénica del mundo pero tenía su aquel, es decir, su encanto. Los que todavía pasan a diario con sus furgonetas cargadas de viandas son los panaderos y las pescaderas -aunque también hay panaderas y pescaderos, que nadie se ofenda-, siempre con gran escándalo de bocinas y ofertas, lo que de alguna manera nos enraíza con lo que fuimos y muy pronto ya no seremos (salvo que Amazon dé el salto a las lonjas y a los hornos de leña, que todo se andará).

Echando la vista atrás, y comparándolo con las posibilidades actuales, en los pueblos carecíamos de casi todo pero no nos faltaba de nada. Cada bar tenía su tienda de ultramarinos y cada tienda de ultramarinos tenía su propio universo. ¿Recuerdan la famosa película de Los Gremlims? Pues si se hubiese rodado en Campelo, por ejemplo, a Gizmo lo habría podido comprar el padre del protagonista en la tienda de Mucha, en la de Aurita, en la de Carmen, en la de Saturna e incluso en la de mi abuela Saladina, aunque nunca se llevó muy bien con los bichos vivos, por otro lado. En ellas se vendía fruta, fiambre, pegamento para ratones, zapatillas de casa, medias, clavos, arenques en salmuera, pintura, libretas, chocolate por onzas, alcohol a granel, piensos, figuritas de porcelana para el Día de la Madre, condones, azulete… No eran Amazon, cierto, pero convendría no menospreciar la cantidad de género que eran capaces de mover sin tanto autobombo.

Yo recuerdo con gran cariño, por ejemplo, la tienda de Lola, "a da Fiscala". Era un mote adelantado a su tiempo, inclusivo, pero del que no puedo aportar más datos porque nunca me atreví a preguntar. Allí se vestían las mujeres de la contorna, tienda de moda por excelencia que solo encontraba competencia en las costureras capaces de replicar los modelitos que lucían las famosas en el Diez Minutos o en el Hola! Y recuerdo, también con especial admiración, aquella expresión que se repetía una y otra vez cuando Lola ofrecía diferentes prendas a elegir. "Esta, esta es mucho más fina", decía la clienta optando por su favorita, a lo que Lola asentía con los ojos cerrados y la boca muy apretada: una técnica de ventas perfecta, sin fisuras, en la que cada clienta tenía siempre la razón. "¡Finísima!", sentenciaba Loliña empezando a empaquetar.

El sábado pasado, en la estación de tren de Santiago de Compostela, esperaba yo a un amigo cuando dos mujeres de sentaron en un banco cercano. Parecían madre e hija, aunque tampoco lo podría asegurar. "¿Cuáles te gustan más?", le preguntó la más joven a la mayor. "¿Las que llevo puestas o las de la foto?". Levanté la cabeza y las vi mirando la pantalla del teléfono móvil con verdadera devoción, tan intrigado por su contenido que a punto estuve de levantarme y unirme a la conversación. Me frenó la posibilidad de una denuncia por acoso o un simple paraguazo, día gris y húmedo en la capital del reino.

Y entonces sucedió: la supuesta madre, tras mirar varias veces la pantalla y varias veces las botas que vestía la supuesta hija, tomó partido por lo tangible, por lo palpable. "Mucho más finas las que llevas puestas, dónde va a parar", dijo para alegría de la otra, que empezó a admirárselas una y otra vez, como si acabasen de aparecer por arte de magia sobre sus pies. Yo, sin saber gran cosa de moda -ni ánimo alguno en criticar- me la imaginé montando a caballo, soltándole un puntapié a Clint Eastwood y remachado con el tacón lo que pudiese quedar de sus típicos puritos. "Fino era Lee Van Cleef", pensé para mí, tratando de disimular el desacuerdo sin conocer, ni tan siquiera, la otra opción. Y porque lo he visto, lo digo. En nombre de la finezza, ese término italiano de imposible traducción al castellano, se han cometido más atropellos en los pueblos de Galicia que en todo Mosul o Sarajevo, por más que ahora venga Amazon a quitarnos también eso: el orgullo de vestirnos tan mal como nos salga del tuétano.

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