Blog | Ciudad de Dios

La tormenta

La vida no te enseña una mierda sobre qué hacer cuando descubres a un titán caído

HACE POCAS SEMANAS, pongamos que un mes, mi abuela Saladina cumplió uno de sus grandes sueños: conocer Bueu. De joven lo había visto desde el mar, en aquellas noches en las que salía a faenar con su hermano Manolo pero, por haches o por bes, nunca había puesto un pie en esa tierra que tanto la atraía sin saber muy bien por qué. La cosa tiene su miga porque de Campelo a Bueu, en coche, no puede haber más de veinte minutos y en casa llegamos a tener hasta cinco con sus cuatro ruedas, su motor, el seguro a terceros y la ITV pasada. Ahora nos parece extraño pero las reglas del mundo antiguo eran así: trabajar, trabajar y trabajar, sin una triste concesión al placer o al esparcimiento. "Agora xa non me importa que me miren pasear", me dijo mientras la llevaba de ganchete por el puerto, maravillada como un soriano que ve el mar por primera vez.

Ochenta y dos años tiene la viejita, treinta y cinco de ellos vistiendo luto tras la muerte de su marido. En febrero dio positivo en covid-19 y se asustó tanto que cada veinte minutos se inventaba un pico de fiebre. "Treinta y seis con seis", le cantaba yo tras retirar el termómetro, pero ella nos miraba a los dos –al aparato y a mí— como si no tuviésemos ni puta idea de lo que estábamos diciendo el uno y marcando el otro. "Non pode ser", refunfuñaba mesándose el pelo plateado que le cubre la cabeza. Así pasamos los primeros días de aislamiento: imaginando toses y altas temperaturas, ella; desmontándole todos los argumentos con ayuda de la ciencia, yo. Al quinto día se derrumbó. No salía de la cama, no encendía el televisor, apenas comía, ya no se quejaba… Entró en una barrena psicológica de esas que hacen temblar al más templado. "¿Eres Rafa?", me preguntó en una de esas visitas para tomar la temperatura, llevarle un zumo o cambiar las sábanas. Ese fue el punto de inflexión, un enunciado absurdo y escalofriante en quien me había acostumbrado desde niño a saludar con aseveraciones del tipo "eres parvo, meu neto" o "eres como eres, que lle imos facer". Siempre tuvo su punto pasivo-divertido; la agresividad es otra cosa parecida pero, a la vez, muy distinta.

Finalmente, el virus se fue como había venido: silencioso, traicionero, sin avisar. Y lo que quedó fue una mujer flaquita, balbuceante, con la mirada perdida y sin un ápice del carácter demoledor y estajanovista que la convirtieran en mi villana favorita. Aquello me dejó sin respuesta, incapaz de hacer o decir nada que la hiciesen recuperar el ánimo… Tanto que se habla de los procesos de aprendizaje y resulta que la vida no te enseña una mierda sobre qué hacer cuando descubres a un titán caído, a la tormenta convertida en un fino orballo, a la madre y abuela coraje vuelta un gorrión desplumado, sin ganas de volar. Así estuvimos hasta que una mañana apareció su hermana escaleras arriba, levantó las persianas a topetazos, dios cuatro gritos amenazantes y la hizo reaccionar. "Pónteme quietiña que na miña casa mando eu", se escuchó desde las profundidades de cuatro mantas y un edredón. Otra vez el fuego en la mirada, de nuevo el puño apretado como si estuviera dispuesta a disputar el título mundial unificado de los pesos pesados con quien hiciera falta.

Se decidió, en cónclave familiar de urgencia, trasladarla a la casa matriz, al abrigo de su hermana, con el mar mirándolas de frente, cuatro gallinas que cuidar y un jardín lleno de árboles frutales para perderse y reencontrarse: mano de santo. A los pocos días de llegar, se levantó temprano, cogió unas tijeras y les cortó el pico a tres de las cuatro gallinas: se estaban comiendo los huevos que con tanto esfuerzo ponían. Y cuento esto siendo consciente de que no será plato de buen gusto para los estómagos débiles, una práctica de difícil digestión en estos tiempos donde a los animales se les ha regalado el estatus de personas sin un juicio justo, pero se tenía que hacer y lo hizo. Además, para mí fue la constatación de que mi abuela había regresado de las sombras y me acordé, entonces, de algo que dijo una vez Edward Bunker, el autor de ‘No hay bestia tan feroz’, en una entrevista: "Siempre me he sentido como un leopardo salvaje en medio de un rebaño de gatos domésticos". No sé, pero por un minuto tuve esa misma sensación al pensar en el escándalo que puede formarse hoy en día porque una señora de ochenta años haga — con unas gallinas maliciosas— lo que se ha hecho toda la vida.

Ayer, recordando la visita a Bueu, decidí proponerle otro plan: visitar el Pórtico de la Gloria recién restaurado, dejarse caer por Santiago de Compostela, hacer feliz al Apóstol… "Pero terei que mercar uns tenis, non vou ir en zapatillas", concedió después de pensárselo un buen rato. A cualquiera le puede parecer esto una nimiedad pero salir de casa, aunque solo sea para conocer los alrededores, se convierte en una conquista mayúscula para una mujer que sentía el ocio como un vicio de gente pueril, alejado del mandato divino de sostener una familia entera con sus dos patitas de alambre. "Son pernas de africana", acostumbra a decir cuando alguien repara en ellas.

Supongo que nos será de gran ayuda repasar las normas de lo políticamente correcto antes de entrar en la autopista, no se vaya a cruzar con un conselleiro o un cardenal y acabemos todos en chirona por uno de sus, ya clásicos, ataques de sinceridad. "¿No me reconoce?", le preguntó una vez la eurovisiva Massiel, que se empeñó en saludarla tras cenar en nuestro restaurante. Mi abuela se la quedó mirando, dudando entre contestar y expulsarla de su cocina como a tantos otros borrachos antes que ella, hasta que la artista esbozó una enorme sonrisa y se desató la tormenta: "¡Ah, sí! Eres Massiel… Conocinte polos dentes".

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