Blog | Ciudad de Dios

La vida sencilla

photo_camera MARUXA

Seguía preparándose el café en un cazo, como toda la vida. Su yerno les había regalado una cafetera modernísima, de esas que funcionan con cápsulas y tienen aspecto de radiarte el cerebro si te acercas lo suficiente, pero él seguía prefiriendo los incordios del método tradicional: moler el grano, hervir el agua, mezclar, remover, colar... "Nadie dijo que la vida sencilla tenga que ser la más cómoda", le oyó decir al cura de la parroquia en una ocasión. Y no le quedó más remedio que darle la razón en silencio católico: "Amén, coño. Amén". Para él, José Miguel Aldán Fernández, la fe cristiana consistía en alcanzar pequeños consensos filosóficos con el Padre Laureano y, si acaso, de pascuas en viernes, comulgar.

"Acabarías antes con la cafetera que nos regaló Alfredo", dice su mujer nada más poner un pie en la cocina. La ve más guapa que de costumbre, señal de que algo importante se cuece hoy en la oficina, pero sus movimientos son los mismos catorce de cada mañana: abrir la alacena, coger una cápsula de café, introducirla en la ranura correspondiente, sacarse la braga del culo, abrir otra alacena, coger una taza, apartarse el flequillo de la cara, colocar la taza, pulsar un botón, mirar la pantalla del teléfono móvil, encender la televisión, retirar la taza y soplar dos veces antes de tomar el primer sorbo. "Cuánto daño ha hecho Rafa Nadal", solía decir Lucía cuando todavía vivía en casa. Sigue echándola de menos, por más que su marido intentase compensar el rapto con el regalo de aquel dichoso electrodoméstico.

"¿Has llamado a Miguel?", pregunta su mujer. "No", responde él. "Ahora mismo lo llamo, en cuanto termine de preparar el café". Si unos años atrás —cuando todavía navegaba en la Mercante y se moría por dentro cada diez minutos, alejado forzosamente de su familia— le hubiesen dicho que tendría que llamar a su hijo por teléfono para que bajara a desayunar, se habría arrojado al mar por la proa del barco. "Es más efectivo", decía siempre Carrachas, el jefe de máquinas. "Para matarse es mejor matarse bien, que luego vienen los carallos". Al principio se empeñó en hacer las cosas por las bravas, como las hacía su abuelo Raimundo, en paz descanse: dar un grito desde la cocina, subir y sacarlo de la habitación por una oreja, amenazar con alguna que otra represalia... Pero al final terminó cediendo a los caprichos modernos del chaval y, según tenía entendido, de gran parte de esta nueva sociedad que se encontró —por sorpresa— al aceptar la jubilación anticipada y poner los pies defi nitivamente sobre la tierra.

"Miguel, baja. Te estamos es perando", dice mirando a la pantalla. El dispositivo le devuelve la imagen de su hijo con la cara deformada: la sonrisa gigante, como de villano de película; los ojos redondos y chispeantes; la voz sintetizada, como de mosquito adolescente; las orejas y el hocico de perro... O de gato. O de alguna criatura extraña que él no alcanza a reconocer. "No me esperéis, hoy paso. Loooove, jejejeje", contesta antes de cortar la comunicación abruptamente. Está a punto de gritar, de arrancar la goma a la bombona del butano y subir las escaleras como Atila entraba en los burdeles, dispuesto a imponer un poco de cordura a latigazos.

Pero mejor respirar, entre otras cosas porque ya ni bombonas de butano hay en la casa

Pero mejor respirar, entre otras cosas porque ya ni bombonas de butano hay en la casa, presos de la electricidad y la domótica por aquellas cosas del querer presumir. "Tu hijo se ha vuelto definitivamente gilipollas, ¿lo sabías?", pregunta a su mujer sin demasiada esperanza de encontrar respuesta, mucho menos consuelo. "También es tu hijo: lo sacaría de ti o de tu padre", contesta ella levantándose de la silla, taza al fregadero, otra vez la braga fuera del culo, una vuelta sin mucho sentido alrededor de la isla, apagar la tele, beso de compromiso y salir de la cocina taconeando como un militar: los ocho pasos de salida, rutina casi perfecta.

Se sirve otro café y lo riega con un chorro abundante de whisky, sin nada de azúcar. Está rodeado de todo el lujo que pudo comprar pero tan solo como en aquellas noches de guardia surcando el Báltico, el Estrecho de Malaca o el de Ormuz. "¿Tanto trabajar para esto? ¿De verdad valió la pena, Miguel Aldán?", se pregunta en silencio. Lo cierto es que su café está delicioso, le gusta el diseño de la nueva cocina y el Madrid perdió ayer gran parte de sus opciones en el campeonato nacional de liga... Hasta la cafetera empieza a parecerse un poco a su hija, como si mirándola fijamente la oyese decir algo así como "papá, te has quedado solo con estos dos gilipollas". Se ríe para adentro, deja la taza en el fregadero y se dirige a la terraza donde dará cuenta del primer pitillo del día. "No te rías de ellos, gitana", le dice al pasar. "Son unos gilipollas pero también son tu familia". Y la suya, claro está: a veces por suerte, normalmente por desgracia.