Blog | Ciudad de Dios

Lo impensable

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA
photo_camera MARUXA

SE DESPIDE DE LUCAS con un "pórtate bien, en un ratito te recoge mamá" y sale del piso con la sensación de no estar haciendo lo correcto, como si fuese cómplice de un pequeño crimen. Dejar al niño con Julián, el hermano de Marta, siempre le provoca una cierta inquietud, pero en pocas horas debe coger un avión rumbo a Moscú y la obligación profesional se impone a sus temores como padre. Acelera el paso camino del aparcamiento mientras mira su reloj y calcula los tiempos: parar a repostar, dos horas de carretera, aparcar, buscar la puerta de embarque… Con un poco de suerte todavía podrá tomarse una copa en algún bar del aeropuerto, puede que dos. "Estará bien, no hay de qué preocuparse", se dice Ricard.

Marta se acomoda en el asiento de atrás mientras su padre se despide de don Antonio, el vecino, con un interminable apretón de manos y fuertes palmadas en la espalda. "Si lo hubiese conocido cincuenta años antes se habría casado con él", dice su madre. Desde que se jubilaron, hace ya un par de años, sus padres pasan largas temporadas en el pequeño adosado de la playa y Mariano ha hecho muy buenas migas con este antiguo empleado de la Banca Catalana, viudo y sin hijos. "El día que se conocieron casi se agarran a trompadas y míralos ahora, parecen Manolete y el Gitanillo de Triana", insiste. Marta sonríe divertida mientras teclea las últimas instrucciones para Julián con su teléfono: "Nada de chucherías antes de la merienda y, por favor, no fumes delante de él".

Ricard llena el depósito de su flamante BMW y paga con la tarjeta de la empresa. El ascenso a consultor senior ha supuesto una mejora sustancial en lo económico, pero también dolorosos recortes en el plano familiar. La maleta se ha convertido en una extensión más de su cuerpo y en los últimos meses ha pasado más tiempo en aeropuertos y estaciones de tren que en su propia casa. Estos días, a solas con su pequeño, le han servido para recargar las pilas y compensar tanta soledad. También para dar un respiro a Marta. A final de mes, si todo va bien, se marchará con ella a un pequeño hotelito de Burdeos y dejarán a Lucas con los abuelos: largos paseos, buenos vinos, sexo sin interrupciones… Con este pensamiento en la cabeza arranca el motor, abandona la estación de servicio y se incorpora a la carretera.

Mariano conduce como habla: con la templanza y el cuidado extremo de un diplomático en territorio hostil. "A este paso vamos a llegar el domingo que viene", protesta Mercedes, que viaja agarrada el asidero lateral como si temiera caerse del asiento. "Toda una vida, estaría contigo, no me importa en qué forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti", canta él por toda respuesta a la última queja de su esposa. A Marta no deja de sorprenderle la paciencia de su padre frente al carácter puntilloso de su madre, siempre dispuesta a criticarlo todo, emperatriz rigurosa y altanera de su hogar: "Un día se te va a explotar el hígado de tanto beber, tú y tu maldito fútbol, no haces más que mezclarte con zorras y desgraciados, a quién le alumbra la luz del pasillo…", así día y noche, semana tras semana, inasequible al desaliento. La idea de un fin de semana en la playa, sin la atención constante que exige el niño, le había parecido un plan excelente hasta que se subió al viejo Renault y comenzó a respirar el mismo aire viciado de antaño, el tira y afloja constante del viejo piso de Escaldes, la eterna lucha entre el bien y el mal: sus propios padres.

"Conducir un motor de seis cilindros en línea es una experiencia única", le había dicho el dependiente del concesionario. Y no mentía. Ricard disfruta cada kilómetro al volante del nuevo coche y la carretera que rodea el pantano se ha convertido en su banco de pruebas predilecto para máquina y piloto. Va con tiempo suficiente pero cada curva le parece un nuevo desafío, una oportunidad de descontar tiempo a sus mejores registros, una muesca más en la culata de su ego. Lorenzo, un asociado de la firma en Barcelona, suele decir que los andorranos conducen como si fueran inmortales y a Ricard le gusta pensar que sí, que vivir tan cerca del cielo conlleva este tipo de ventajas. Pisa a fondo, encadena adelantamientos y se siente poderoso hasta que, de repente, ocurre lo impensable.

Marta se entretiene con el teléfono tratando se abstraerse del pequeño infierno que ha desatado su madre. Está harta de su marido, dice; de los ruidos constantes en el motor, del sol que se cuela por el parabrisas, de la vida… Está harta de todo. "Déjalo ya, mamá", quiere decir cuando levanta la cabeza y ve el morro de un imponente BMW abalanzándose sobre ellos. Mariano da un golpe de volante tratando de escapar a la embestida, Mercedes se calla de repente y Marta intenta gritar pero ya no le da tiempo. El estallido metálico es aterrador y todo se apaga en un instante.

Cuando Julián cuelga el teléfono, el cigarrillo se le ha consumido entre los dedos. Quiere echar a correr, quiere gritar, llorar, quiere coger su viejo bate de béisbol y reventar la casa pero no hace nada. Lucas juega en la alfombra del salón. Mezcla plastilina de todos los colores en un pegote amorfo y lo muestra a su tío buscando la aprobación del adulto, orgulloso como si acabara de descubrir la cura contra el cáncer o lo que sea que sueña descubrir un niño de cuatro años. Julián se sienta en el sofá y enciende otro cigarrillo. Lucas se incorpora y ofrece la masa estampada a su tío, generoso. Los dos sonríen, ninguno entiende nada. 

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