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Robar un banco

Mientras mi madre limpiaba la sucursal, yo me entretenía tecleando al tuntún en alguna de aquellas enormes máquinas de escribir medio oxidadas. Me sabía casi todas las letras del abecedario y, por lo que recuerdo, algunas sílabas sueltas. En realidad, lo tenía casi todo a mi favor para convertirme en un pequeño Richard Ford asilvestrado pero me faltaba consistencia, hambre, puede que incluso algo de oficio. El ímpetu por asombrar al mundo duraba, sin embargo, lo que la cabeza tardaba en dispararse hacia otros lugares menos sofisticados, más de extrarradio. “¿Cuánto dinero habrá en la caja fuerte?”, le preguntaba de repente a mi madre. Y ella siempre contestaba que mucho, “muchísimo”, sin dejar de vaciar ceniceros, abrillantar muebles o barrer la moqueta.

Aquel “muchísimo” de mamá era más de lo que yo podría contar con los dedos aunque tuviese cuatro manos, como la tía Consuelo. Y sin embargo, más que un inconveniente, esa ignorancia mía de los primeros años me parecía poco más que un mero tecnicismo. ¿Qué importancia podía tener no saber contar hasta el infinito? ¿Quién perdería el tiempo calculando una fortuna cuando tiene todo el dinero que necesita? Yo me conformaba con reventar aquel mamotreto metálico y robar un buen manojo para que mamá no tuviese que seguir limpiando la mierda de otros, comprarle un coche nuevo a papá y regalarle a Rosi una colonia antes de que se marchara a Suiza: estaba obsesionado con que pudiera olvidarse de mí. Ahora que lo pienso, siempre fue más ambicioso el plan que las motivaciones, todas ellas basadas en diferentes tipos de amor que me parecían la misma cosa. No me movía la codicia, ni siquiera la vanidad. Simplemente era un manojo de buenas intenciones, un pobre diablo, un buen ladrón.

Una noche, mientras mamá adecentaba el despacho del director, me hice con un abrecartas que había visto días antes en un cajón del mostrador. Me acerque sigiloso a la caja, introduje el filo por la ranura y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo, comenzó a sonar una alarma que casi me revienta los tímpanos. Ella salió corriendo del despacho con la cara lívida y la boca tan apretada que yo no sé cómo no se le saltaron los empastes. Fue la primera y única vez que sentí su mano maruxaestampándose como un bloque de hielo contra mi carita de melocotón, que era lo que decía mi abuela cuando ejercía como tal y me trataba con cierto cariño, casi como a un nieto. “¡Imbécil, que eres un imbécil!” chilló furiosa mientras trataba de detener aquella catástrofe pulsando botones imaginarios. Aquello me dolió tanto como el propio tortazo. Yo podía ser muchas cosas pero no un imbécil.

La patrulla de la Guardia Civil no tardó demasiado en aparecer, apenas tres cuartos de hora. Para entonces, mamá ya se había tranquilizado un poco, seguramente porque siempre fue -entre otras muchas cosas- una inconsciente. Ella no alcanzaba a imaginar lo que le pueden hacer a un niño con cara de melocotón en la cárcel de Monterroso pero yo sí, que una cosa era no tener demasiados conocimientos en lengua o matemáticas y otra, muy distinta, que no pudiese recitar de carrerilla escenas enteras de El Pico 2. Se imponía la huida, no quedaba otro remedio que el exilio forzoso y la vida en los caminos, hoy aquí y mañana allá. Aprovechando el saludo inicial a los guardias y mi tamaño reducido, salté de la silla y traté de alcanzar la calle, con tan mala suerte que me tropecé con la bota de uno de ellos y salí trastabillado hasta empotrarme de morros contra el viejo Simca 1200 de papá.

Lo siguiente que recuerdo es a mi madre mojándome la nuca con una botella de agua y a uno de los guardias mirándome fijamente, seguramente con intención de fusilarme sin necesidad de juicio previo. Había escuchado muchas historias que terminaban de ese modo: con un paseo entre los pinos y dos balas en el cuerpo. “Así que querías robar el banco”, me preguntó echándose un cigarro a la boca, la cabeza ladeada y los ojos entornados. Aquello me tranquilizó. Nadie es tan hijo de puta como para ponerse a fumar antes de matar a un niño. Entonces pensé en negarlo todo. Confesar, si acaso, que mi único pecado había sido una ambición literaria desmedida, dicho sea con palabras propias de un alevín, pero la excusa me pareció poco convincente tratándose la Guardia Civil. Finalmente dije que sí con la cabeza, levantando un poco los hombros y sin mirarlo a la cara directamente. “Pero solo porque me aburría”, puntualicé. Porque así funciona la mente de un niño, a fin de cuentas: demasiado joven para comprender los rigores del sistema judicial pero capaz de armar, en medio segundo, una buena defensa para el caso.

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