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Moscas

PARA LAS guerras del día a día se arma uno en el supermercado, poco importa la naturaleza del enemigo: una mancha imposible, una resaca traicionera, el estreñimiento ocasional... Todo tiene solución adentrándose en sus pasillos y escudriñando las estanterías en busca del antídoto perfecto, en este caso contra las moscas, instaladas en mi casa desde hace unas semanas sin que nadie les haya cursado la correspondiente invitación. "Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres", escribió Augusto Monterroso. Y así, pervirtiendo el verdadero espíritu de su afirmación, me planté yo frente a la sección de insecticidas y demás arsenal anti plagas con la firme intención de comenzar una sangrienta cruzada.

moscasA las moscas hay que combatirlas con firmeza pero desde el respeto, sin perderles nunca la cara y sin alardes de ningún tipo. Es un grave error de principiante creerse más listo que ellas, suponer que nuestro tamaño y habilidades nos otorgan una ventaja infranqueable para su naturaleza de invertebrado. Las moscas son organizadas e implacables, como aquel Milán de Capello, y basta concederles un solo gol de ventaja para que ni el más optimista de los apostadores arriesgue un solo euro a la remontada. Esa condescendencia con que las tratamos al principio, cuando su presencia no es más que un zumbido lejano o una mancha sobre la alacena de la cocina, es la que comienza a cavar nuestra propia tumba.

"Perdone, señorita", reclamo la atención de una de las empleadas. "¿Ya no se venden aquellas tiras con pegamento que se colgaban del techo?". Ella me mira con ojos de vaca mientras masca un chicle que se me antoja antiquísimo, uno de esos que parecen incorporados de serie. "¿Para qué?", me sorprende de repente, "¿para fiestas?". Quiero decirle que para moscas pero me pica la curiosidad así que respondo afirmativamente y la sigo hasta otro pasillo donde se ofertan globos, confeti, gorros de cartón, champán infantil... Parece evidente que no ha entendido mi pregunta pero al menos puede defender honestamente las suyas. "No quedan, pregunta en el chino de enfrente", me informa después de revolver un par de frentes sin demasiado empeño. Regreso al pasillo de los insecticidas pero me me he prometido no usar armas químicas así que, casi de manera instintiva, le echo el ojo a un matamoscas de nueva generación con su mango de plástico flexible, su azotador imitando la mano del hombre, y unas aberturas estratégicamente situadas para evitar la resistencia del aire a la hora de descargar el golpe. Me lo compro en verde y en rosa. "En la guerra y en la moda no conviene escatimar", pienso. Y no escatimo, nunca escatimo.

Llego a casa tan motivado que me parece escuchar sus susurros a través de la puerta, como si esperasen la ofensiva y planificasen el contraataque. Entro, cierro con llave —cualquier precaución es poca— y saco mi nueva arma de la bolsa. Opto por el modelo de color rosa, "a ponernos serios ya tendremos tiempo", me digo, e inmediatamente escudriño la estancia en busca de mis primeros objetivos. Detecto tres y me lanzo a por ellas con más intención que puntería. Finalmente logro abatir a una contra el cristal de la ventana, tan gorda y pesada que apenas opone resistencia. Arrojo su cadáver a la basura, con respeto, y vuelvo a hacer un rápido recuento en las filas enemigas: siguen quedando tres. Por la tarde logro alcanzar a otra que se ha posado desafiante sobre mi rodilla izquierda, "una outsider", pero para mi sorpresa vuelvo a contar tres puntos negros zumbando por la habitación. Mato a otra por la noche: quedan tres. Mato una más después de desayunar: quedan tres. Mato dos antes de comer (las he pillado montándoselo en mi mesita de noche, distraídas y lujuriosas): siguen quedando tres. Dimito, se acabó, firmo un armisticio: afortunadamente, continúan siendo tres.

Monterroso tenía razón: no son mejores que las mujeres pero sí mejores que yo. Las veo ir y venir, posarse donde les place, hacerse compañía a ratos, pelearse a otros... Si algún observador internacional entrase en mi casa pensaría que el intruso soy yo. Por hacerme querer les dejo un poco de fruta mordisqueada encima de la mesa, por lo general una manzana, pero no estoy del todo seguro si esto las complace o no. Ayer mismo pensé en ponerles nombre, en bautizarlas, por así decirlo, pero la razón me dicta que estaría emprendiendo un camino de difícil retorno. A fin de cuentas, algún día morirán, se marcharán o harán lo que sea que hacen las moscas cuando desaparecen casi por sorpresa. "A pesar de su triste y repulsivo aspecto, era un miembro de la familia al que no se podía tratar como a un enemigo", se acordarán de mí citando a Kafka... Son unas moscas tan inteligentes que, créanme, solo les falta hablar.

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