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Necrológica

La redacción del Diario de Galicia había vivido tiempos mejores. En esas mismas sillas, ahora vacías y malhumoradas, llegaron a sentar sus culos enormes algunos de los periodistas más brillantes que haya parido la profesión en esta esquina del mundo. A menudo, cuando levantaba la vista del teclado, Antonio Rodiño todavía era capaz de reconstruir la densa cortina de humo que convertía cada mesa en una pequeña república con forma de ínsula, tan desconectados en lo visual unos de otros que para comunicarse apenas quedaba otro recurso que no fuera el silbido y los gritos. Se fumaba como si el cáncer de pulmón fuese una aspiración, el goloso premio a toda una carrera dedicada al oficio de dar noticias y, claro está, al tabaco. También se bebía, sobre todo por las tardes, y de lo que sucedía por las noches, con la última página entrando en la imprenta, mejor ni preguntar.

MXEl primer día que puso un pie en aquel entresuelo de la calle Levante, ahora casi desierto, Antonio Rodiño sintió sobre sus hombros la indiferencia de una muchedumbre ruidosa y desorganizada, al menos en apariencia. "Aquí trabajamos como indios pero cumplimos como vaqueros", le había dicho el viejo Salgueiro mientras lo acompañaba hasta la que, a partir de aquel mismo momento, sería su mesa. "Abra bien los ojos, escuche a los que peinan canas y no se deje putear más de lo estrictamente necesario, muchacho", fue el primer y único consejo que le dio el veterano director antes de abandonarlo a su suerte en aquella jungla de contrachapados y metacrilato. Sin saber muy bien qué hacer o a quién dirigirse, el entonces becario se afanó en sacar brillo a la silla, poner orden en el puesto de trabajo y familiarizarse con el tacto de aquellas gigantescas máquinas de escribir a duras penas operativas. "Usted, el hippie: venga para acá que le voy a tomar las medidas", escuchó una voz que, finalmente, se dirigía a él desde una zona indeterminada de la redacción.

Arturo Caamaño era el redactor jefe de política y uno de los mitos vivientes del oficio. Rodiño conservaba muchas de sus crónicas parlamentarias como oro en paño y había devorado todos sus libros como si no existiese otra lectura posible sobre la faz de la tierra. Era gordo, con una mata de pelo opaca cubriéndole tres cuartas partes de la cabeza y dedos amarillentos de devoto fumador. "Olvide todo lo aprendido cuanto antes, ¿me oye bien o se lo grito en portugués?", le dijo sin apenas dedicarle más miradas que la inicial. "Todo lo que un redactor medio decente necesita saber está en una buena necrológica. ¿Usted lee necrológicas? ¡Qué va a leer, con esas pintas de estrellita del rock que se gasta!", contestó el mismo a su propia pregunta. "Váyase al archivo y rebusque por allí, a ver qué encuentra", le ordenó espantándolo rápidamente con la mano.

El resto de la mañana lo ocupó leyendo los obituarios de personajes tan dispares como el dictador Franco, Lola Flores o Juanito, el futbolista del Real Madrid. Ya por la tarde, Caamaño lo mandó llamar y le señaló una banqueta medio coja sobre la que apoyaba una botella de Johnnie Walker y un vaso bajo. "¿Usted bebe? ¿no? Pues debería", le dijo sin apartar la vista del papel. "Me va a preparar la necrológica de Adolfo Carballo, ¿lo conoce?". Esta vez sí dio pie a contestar, así que Rodiño se limitó a señalar lo evidente. "¿El alcalde Carballo?", respondió forzando la voz para no quedarse mudo. "Claro que lo conozco pero…". Aquella vacilación la aprovechó Caamaño para sacar el tapón a la botella, servirse un trago largo y clavar sus ojos de pez en la frente sudorosa del joven aprendiz. "Pero qué… ¿Qué está vivo, es eso lo que me iba a decir?". Rodiño asintió aterrorizado mientras el viejo se llevaba el vaso a la boca y engullía su contenido dando un leve cabezazo. "Pues cuando se muera agradecerá usted haber sido tan previsor. Y también su familia, si es que se molestan en leer esta ruina de periódico". Ya se dirigía hacia su mesa cuando la voz ronca de Caamaño atronó a su espalda. "¡La familia del difunto, no la suya!".

"Aquí trabajamos trabajamos como indios pero cumplimos como vaqueros", le había dicho el viejo Salgueiro

Durante dos días, Rodiño se afanó en florear aquel panegírico con tantos datos que, en un arranque de honestidad y celo por el oficio, decidió ir directamente a la fuente. "¡Escriba usted la necrológica de su madre, niñato de los cojones!", le había gritado enfurecido el alcalde cuando este le comentó la naturaleza de la llamada. Aquello estuvo a punto de costarle un serio disgusto al periódico, que ya empezaba a nutrirse de las subvenciones municipales más que las ventas o la publicidad. "Un consejo le di, uno solo, y me ha hecho usted el mismo caso que una vaca a un plato de jamón, imbécil", le dijo Salgueiro después de llamarlo urgentemente a su despacho. Ya nadie insultaba a nadie en las redacciones y mucho menos a los becarios, más pendientes de denunciar las injusticias cometidas contra ellos que las corruptelas y escándalos tan abundantes en estos tiempos. "Olvide todo lo aprendido cuanto antes, ¿me oye bien o se lo grito en portugués?", le dijo Rodiño al imberbe muchacho que se había plantado frente a su mesa con un sándwich vegetal metido en una bolsa de plástico. Y por primera vez en mucho años, volvió a echar de menos el grado de privacidad y misterio que te concedía el humo denso de medio paquete de tabaco: qué sabrían los médicos sobre la verdadera naturaleza del cáncer y el oficio del periodismo.

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