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El oficio más sencillo del mundo

CADA MAÑANA, a eso de las diez, el alcalde entraba en el mismo bar, tomaba posesión de la mesa más alejada de la puerta y pedía un café con leche templado, dos sobres de sacarina y una magdalena: "A paso ligero, Rosario, que hoy llevo prisa ". Le gustaba comenzar el día con una pequeña mentira y aquel apuro fingido funcionaba como un ejercicio de calentamiento, el clic que activaba su sistema neuronal de político veterano ante las sorpresas desagradables que, por fuerza, debía afrontar en su condición de líder comunitario. "Casi todos llegan a la política buscando algo pero a mí me vino la política a buscar a casa", solía decir en ambientes de máxima confianza, por lo general, con dos o tres vinos de más. Y no le faltaba razón. El anterior alcalde -y líder del partido progresista en la comarcaapareció un día en su puerta y le dijo exactamente eso: "Pozas, el pueblo te necesita". Pues bien, que no viniese ahora el pueblo a dar por saco y lo dejase desayunar en paz, que tampoco era mucho pedir a cambio. Tiempo habría a lo largo del día para tratar asuntos de asfaltado, alumbrado y alcantarillado.

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA"Las tres aes", solía decir el viejo Carballo. "Con eso se gobierna una aldea como esta y, si me apuras, hasta un país medio civilizado como España. A la gente no te la metes en el bolsillo con esas macanas de la ideología, la lucha de clases y la madre que parió a Carrillo: tapa un bache, pon un punto de luz aquí o allá y que no se les acumule la mierda en casa. Tú espanta las prisas y déjate de proclamas, Pocitas; ser alcalde es el oficio más sencillo del mundo". Y para él debió de serlo porque, hasta aquellas elecciones en que presentó al estudiado Pepe Pozas como delfín y anunció su retirada de la política activa (supuestamente para dedicar más tiempo a la familia, aunque a los pocos meses dejó a su mujer y se fue a vivir con una brasileña que regentaba una pizzería en Vigo), Adolfo Carballo gobernó O Regueiriño con poco más que dos cuadrillas municipales, una vieja carroceta y toda la mano izquierda que uno pueda imaginar.

"Aquí le dejo su cafecito, los sobrecitos de sacarina y su magdalenita, alcalde". Odiaba profundamente el gusto de la camarera por los diminutivos pero admiraba su devoción por el oficio y sus escotes generosos, perfectamente embutida en unas camisas que siempre parecían a punto de reventar. "Cóbrate ya y deja la vuelta para el bote, Rosario", decía Pozas soltando un billete de cinco y mirando de reojo la fenomenal balconada de la asalariada. "Y si llaman del ayuntamiento diles que acabo de salir, que voy para allá". Acto seguido, como un ritual, sorbía la espuma del café, vertía los dos sobres de sacarina en el pocillo y mojaba el culo de la magdalena antes de llevárselo a la boca, nunca la punta. "¡Menos mal que le encuentro aquí, alcalde", sonó de repente una voz aflautada a su espalda.

"Ya puede ser urgente, Ramírez, porque se está rifando una hostia y tiene usted todas las papeletas, así de claro se lo digo". El pobre Ramírez, teniente de alcalde, mozo de los recados y electricista de profesión, dudó entre sentarse o marcharse, así que optó por quedarse de pie y fiarlo todo a la Virgen de Fátima, patrona del municipio. "Es la prensa, alcalde. Llevan toda la mañana preguntando por usted y amenazan con sacar ‘aquello’ si no les ofrece, ya mismo, una explicación", dijo mirando al suelo, como si el desenlace violento fuese inevitable. "Aquello", como lo llamaba Ramírez, era un supuesto soborno que el alcalde habría aceptado a cambio de recalificar unos terrenos y "la prensa" se reducía a la figura de Antonio Rodiño, redactor del Diario de Galicia y recién instalado vecino del pueblo. "Dile que venga", concedió Pozas sin mirarlo a la cara, visiblemente contrariado. "Pero que traiga dinero, a ver si se cree que con amenazas va a desayunar gratis".

No tardó ni cinco minutos en aparecer el tal Rodiño, tan desaliñado como de costumbre y con un par de hojas arrancadas de una libreta en la mano. Ramírez le señaló la mesa del alcalde y buscó refugio junto a la maquina tragaperras, el otro gran amor de su vida. "Atiende allí y al volver me cambias estos 20 euros, Rosariño, a ver si enderezo un poco la mañana", le dijo a la camarera. Mientras jugaba podía ver a Rodiño sacando el dedo acusador hacia el alcalde, con esos aires de grandeza que solo los periodistas de comarcas son capaces de darse. "Al País Vasco te mandaba yo, carallo", pensó Ramírez mientras acumulaba tres avances para la próxima tirada, aunque tampoco iba a ser aquel su día de suerte. A punto estaba de cambiar otro billete en monedas cuando vio a Rodiño levantarse de la mesa con mejores ánimos, soltar una palmada en la espalda al alcalde y salir por la puerta sin decir adiós ni preguntar "¿qué se debe aquí?".

"Deje la maquinita, Ramírez, que aún no son ni las diez. Venga aquí", ordenó el alcalde Pozas desde la distancia. A Rosario le hizo mucha gracia su forma de acatar la orden, saltando de baldosa en baldosa hasta plantarse como un soldado novato frente a su general, tieso como un difunto, y tuvo que ahogar la risa con una bayeta para no desairarlo. "Me mandas una cuadrilla con pichi y chapapote a la casa de Rodiño. Que le asfalten la entrada y el camino de atrás, a poder ser antes de esta tarde", sonó la voz de Pozas como un susurro siciliano. "Y, de paso que sales, dile a Rosario que me traiga otro café y otra magdalena, que hoy la veo más empoderada que de costumbre". Dijo lo de empoderada guiñándole un ojo a Ramírez, señal inequívoca de que "aquello" estaba resuelto y volvía a sentirse un hombre feliz. Su lacayo se despidió con una reverencia y él pensó en lo que tanta veces decía Carballo sobre lo de ser alcalde y las tres aes: "Es el oficio más sencillo del mundo, sí, pero no hay manera de desayunar tranquilo".

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