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Recordari

LA LLEGADA de la navidad, más que en el calendario o en el bolsillo, suelo notarla en los pulmones. "El pobre tiene bronquitis", pensarán ustedes. Nada de eso, no al menos que yo sepa. Se trata de una especie de ahogo existencial que empieza y termina ahí, en los pecho, parecido al que sentimos los fumadores cuando, tras echarnos al coleto un cigarrillo, nos lanzamos precipitadamente a subir seis o siete pasos de escalera del tirón: no es ansiedad, no es depresión, no son gases... Es solo eso: la navidad incrustada en los pulmones como un pegote de kriptonita, como un pasajero sin billete, como una película francesa sin subtitular. 

​"¿Te hago una manzanilla?", me pregunta mi abuela. Hay días en los que me siento muy orgulloso de pertenecer a una estirpe ultrapoderosa que todo lo soluciona con infusiones. Otros, los más, esta confianza inquebrantable en la floristería sorbida me preocupa un poco. El optimismo está bien. Te afloja las riendas y te permite vivir la vida sin más obstáculos que los ya presentes por pura definición ("la vida: carrera de obstáculos en la que oro y plata no estarán jamás a su alcance. Conformarse con el bronce, incluso con participar"). Pero ese mismo optimismo es muy traicionero cuando uno lo fía todo a las tilas, los tés de mil colores, el poleo, la manzanilla, esas otras que te hacen cagar como si un rinoceronte pretendiese formar una nueva escollera en medio de la ría... "Luego no digas que no te avisé", insiste ella. A veces me la imagino feliz de que, algún día, todos los hijos y nietos desfilemos ante su presencia desde la tumba solo para darle la razón. "Sí, abuela: debí tomarme aquella manzanilla". Puede que lo haga cuando me muera, se lo ha ganado. 

En el centro de salud me tienen reservando un lugar preferente en el banco de la sala de espera desde hace años: hay uno para Doña Remedios, que siempre necesita ración doble de antidepresivos para soportar tanta mala suerte en el Sorteo del Gordo; otro para Luís, el asturiano, que siempre se rompe un brazo por estas fechas; y otro, como ya he dicho, para mí. "Ya pensamos que este año no venías", me dice Doña Remedios al verme aparecer por la puerta con la mano en el pecho, como si en lugar de experimentar la sensación de ahogo que tanto me preocupa estuviera escuchando el himno de Alemania. "Doña Reme, qué... ¿Cuántos números tenemos para este año?", le pregunto por llevar la conversación a su terreno. Ella pone cara de no sé, no sé, con el ceño fruncido y los ojos cerrados, como si fuera capaz de visualizar su mala suerte con un simple gesto. En realidad, está convencida de que este será su año: siempre lo está. La pobre mujer se afana en acumular "números bonitos", como ella los llama, y luego no soporta que tan buena progenie le termine saliendo rana. El médico siempre se lo dice: "juegue algún número feo, mujer; ya verá como la ayuda". Pero a mí eso me parece un gilipollez, tanta como pedirle a Luis que en lugar de un brazo se parta la crisma o un juego entero de costillas. 

"Inspira... Expira. Inspira... Expira", el villancico de todos los años, vamos. Al final, todo queda reducido a la típica recomendación de abandonar el tabaco, redoblar la dosis de Vicks Vaporub y un volante para el psiquiatra aún a sabiendas de que no voy a ir: al menos de momento, siguen siendo más cortas las fiestas navideñas que las listas de espera en la seguridad social. Total, y esto lo sabemos los dos, a 7 de enero se me pasa la tontería y ya me siento otra vez como una rosa, quejándome a todas horas pero solo de vicio. Dicho esto, los síntomas seguirán ahí durante las siguientes semanas y no crean que es plato de buen gusto con el que convivir. Habrá cosas peores, me hago cargo, pero en estas cosas de salud cada cual se lame sus bigotes, que posiblemente sea la expresión más fea, estúpida y desfasada de la historia. 

Yo creo que, en realidad, es más una falta que cualquier otra cosa: una ausencia, vamos. O, quizás todas y cada una de las sufridas a lo largo de mi vida... No lo sé. Hoy, en el tren, he visto la peor película de la historia. Se titula Los Japón y está protagonizada por Dani Rovira y María León, entre otros, pero mejor no extenderse en las culpas. El caso es que, en un momento del filme, alguien dice que la palabra recordar proviene del latín recordari, termino formado por re (de nuevo) y cordis (corazón): es decir, volver a pasar por el corazón. Eso explicaría esta especie de malestar en el pecho que yo confundía con un defecto pulmonar festeiro y, puede -solo puede- que esa mala costumbre mía de pensar con todo menos con la cabeza.

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