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Televisión: toma uno

Yo llegué a la televisión por casualidad, que es como llega casi todo el mundo a los sitios más insospechados. Mis padres, desesperados por encontrarme un trabajo, le pidieron el favor a un amigo que trabajaba en la Diputación de Pontevedra, este habló con otro amigo suyo y así, a base de llamadas, amistades y favores encadenados, fue como el mercado laboral terminó por rendirse y acogerme a regañadientes en su seno. "Mañana te tienes que presentar en esta dirección", me dijo mamá extendiéndome un papel arrancado de una libreta. "Te me lavas, te me peinas, y te me vistes como una persona. Ni se te ocurra dejarnos quedar mal el primer día, ¿oíste?". Aquello me ofendió profundamente, supongo. Pisotear el buen nombre de la familia siempre ha sido una de mis especialidades pero nunca de buenas a primeras: por pura cortesía, acostumbro a tomarme unos días antes de enterrarme en el fango hasta las rodillas. "Es una oficina", me explicó cerrando los ojitos con afectación, ese gesto tan de madre orgullosa porque su hijo está a punto de tocar el cielo.

MXEn aquellos tiempos, ustedes lo recordarán, trabajar en una oficina era el no va más. Poco importaba la naturaleza del trabajo. El continente se valoraba muy por encima del contenido y las oficinas se asociaban a las máquinas de escribir, las corbatas, la gomina, el tabaco rubio, la berlina alemana... A Wall Street, en definitiva. Sin embargo, lo que yo me encontré al llegar allí, peinado con Michael Douglas y con la camisa recién planchada, distaba mucho del material asociado a los sueños que gustan de construir las madres. Para empezar, la puerta estaba abierta pero no había nadie dentro, así que me quedé fuera, esperando. A través del ventanal, disimulando el interés, pude ver una mesa, una silla, un ordenador, una impresora y una estantería vacía. No era una visión prometedora pero, qué carajo, era una oficina. Entonces, de una cafetería cercana, vi salir a un tipo con perfil de ejecutivo al uso: traje impoluto, corbata no reversible, zapatos brillantes como espejos, pelo cortado a cepillo, canas de pensar, teléfono móvil en mano... "Tú debes de ser Rafael", me dijo ofreciéndome la mano en cuanto me tuvo a tiro. 

Sobre lo que allí se hacía —o más bien lo que se pretendía hacer— hablamos dentro, sentado yo en la única silla por indicación suya y apoyado él sobre la mesa, desde un muy bien trabajado plano de superioridad. "Empezamos desde abajo, con humildad, pero estamos aquí para hacer algo grande. ¿Te apuntas?", me dijo. Y yo, claro, me apunté... ¿Qué iba a hacer, después de prometer a mi madre un cierto margen antes de desatar el apocalipsis? "Hemos conseguido una concesión de líneas telefónicas 906 y tu trabajo será buscar fórmulas para sacarles rendimiento", continuó diciendo mi nuevo jefe. Quizás no fuesen exactamente líneas 906. Igual eran 905 0 904, no lo recuerdo con exactitud, pero creo que se entiende la filosofía. Ni que decir tiene que, de repente, me vi a mí mismo susurrándole cochinadas por teléfono a un señor mayor de Burgos, o de Estepona, pero no me dejé llevar por el pánico y aguanté el tirón como un imberbe hombrecito de negocios: cara de poker, manos unidas por las yemas de los dedos, pierna cruzada, silencio sepulcral... Me lo gané, juraría, sin decir palabra. 

En los siguientes días entrevisté candidatas al puesto de telefonista —"chavalitas jóvenes, con buena voz", me sugería el jefe dibujando con las manos lo que parecía una guitarra—, monté cubículos de madera y metacrilato, enchufé terminales telefónicos, leí dos novelas de Arturo Pérez-Reverte en horas de trabajo y pensé mucho, muchísimo. Mi primera idea aprovechable —y también la última— fue un concurso que bauticé como La ruleta mágica. La idea era sencilla: una mascota con forma de ruleta a la que bauticé como Ruletín (creatividad a tope) con unos números y varias casillas en blanco: una especie de bingo ciego. La cartilla se conseguía con el Diario de Pontevedra y los concursantes debían llamar por teléfono para conseguir los números restantes. Tampoco quiero decir que aquello fuera un éxito de crítica y público pero, un mes después, recibimos la propuesta de una televisión local para trasladar el formato a la pequeña pantalla. 

Lo que sucedió a partir de ahí lo contaré en próximas entregas pues el espacio es el que es y la historia, puestos a contarla, no aconseja tomar atajos. Como avance les diré que la trama incluye adivinos, timadores, ejecutivos con americana roja, una azafata gótica con todo tipo de adicciones, ofensas al sentimiento religioso, complots, amor analógico y un giro final digno de los grandes seriales norteamericanos. "Muy pronto llegas tú, mala cosa", dijo mamá cuando regresé a casa, después de aquel primer día lleno de emociones. "No te habrán echado ya, ¿verdad?". Yo la miré muy serio, como si en aquellas pocas horas fuera de casa hubiese madurado cien años y, si no recuerdo mal, le dije algo así como: "No quiero hablar del tema pero en esa oficina estamos construyendo algo muy grande". Mi padre, que seguía la escena desde el sofá, se echó a la mano al bolsillo y comprobó que todavía llevaba encima la cartera.

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