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Toda una vida

Saladina Albar, reconocida por el jurado de los XXIV Premios de Gastronomía de Galicia por su dedicación a la cocina, en el restaurante Casa Otilio que puso en marcha con su esposo. DAVID FREIRE
photo_camera Saladina Albar, reconocida por el jurado de los XXIV Premios de Gastronomía de Galicia por su dedicación a la cocina, en el restaurante Casa Otilio que puso en marcha con su esposo. DAVID FREIRE

El primer recuerdo que tengo de mi abuela Saladina no es muy agradable. Regresaba del colegio y me encontré con medio pueblo rodeando la casa, como un remolino de caras largas. Todo el mundo me tocaba la cabeza mientras subía las escaleras y al llegar al umbral de la puerta empecé a oír sus gritos. No llegué a verla con claridad pero pude intuirla sobre la cama, retorcida de amargura, antes de que una vecina me tapara los ojos y me sacase de allí a la carrera: había muerto el abuelo Otilio.

Me he decidido a bucear en esas aguas turbias de la memoria porque, esta misma semana, el jurado de los XXIV Premios de Gastronomía de Galicia ha tenido a bien concederle uno de los galardones que honran toda una vida entera dedicada a la cocina. El premio se me antoja merecido pero no le hace suficiente justicia a una mujer que se desdobló en el tiempo, capaz de regatear horas a los fogones para cultivar la tierra y el mar, criar animales, despachar una pequeña tienda de ultramarinos y hasta cumplir con Dios Siempre de luto y con su pelo gris, siempre con aquellas zapatillas descalzas y sus piernecitas de alambre, siempre con las manos veloces y los ojos atentos, como si a cada paso temiera perder algo más que un poco de dinero.

Los meses que siguieron a la muerte del abuelo debieron ser sombríos, de ahí que mi cerebro los haya condenado al olvido. La siguiente imagen que recuerdo de mi abuela es la de aquella mañana que se nos coló una rata en el bar y formamos un comando de asalto para poner fin a su aventura: ella con una escoba y mordiéndose el labio inferior, como si tuviera algún tipo de cuenta pendiente con el roedor; yo, muerto de miedo y con un palo entre las manos que se movía al mismo ritmo que el tembleque de mi piernas; mi tío Paco, a medio camino entre ambos, apartando cajas de bebidas entre respingos cada vez que creía intuirla. Al final salió de su escondite -puta rata- disparada como un búfalo hacia donde yo me encontraba. Se me coló entre las piernas y saludó con la patita antes de que yo descargase el golpe, casi un siglo después. Entonces fue cuando la abuela Saladina se acercó y me reveló aquella verdad absoluta que me acompañará toda la vida:

- No vales para nada-, dijo arrancándome el palo de las manos.

Lo he pensado muchas veces y he llegado a la conclusión de que es esa inutilidad perpetua mía, precisamente, el motivo principal por el cual llevamos declarándonos la guerra desde aquel mismo día: los dos sabemos que ella tiene razón pero nos reconforta mucho más pelearnos que aceptarlo. El último episodio de tensión nos duró varios años pero se resolvió estas mismas Navidades con la misma normalidad de siempre, como si en realidad ninguno de los dos tuviera gran cosa que reprocharse.

-¿Qué haces?-, pregunté yo.

- Aquí, comiendo una manzana.

Aunque no lo dice, pues nunca fue mujer de mucho presumir, se la ve ilusionada con este reconocimiento que pone un broche de oro a tantos años de duro trabajo y la reafirma en sus convicciones. Aquel pequeño bar con su colmadito, lo que ella y el abuelo Otilio soñaron en su juventud, se convirtió en un negocio reconocido que, como todos, ha pasado épocas mejores y peores pero que ha sobrevivido, lo que no es poco decir en estos tiempos de zozobra económica. Una vida entera para sufrir, incluso para enterrar a un hijo, que debe ser el peor tormento de todos. También para disfrutar, por lo que hoy puede mirar atrás y sentirse medianamente orgullosa con lo vivido, con lo construido. El nombre de Otilio se escucha y reconoce más allá de Campelo, el pueblo al que mi abuela siempre se lo ha agradecido todo.

-No somos nada sin el mar, sin el marinero-, decía siempre que la mala pesca obligaba a los vecinos a apretarse el cinturón y recortar los gastos más superfluos.

Desde niño he conocido a muchas mujeres como mi abuela, todas ellas representadas de algún modo en el honor que, ahora, le han concedido. Ahí está Laura, su cuñada; otra vida dedicada a los fogones y a la familia. Está Gloria, que era capaz de coser días enteros con sus respectivas noches. Está Nocha, que rastrilló mil veces los arenales de la ría, y también María, siempre con aquel pequeño remolque de arriba para abajo, con las manos llenas de tierra y la piel tostada de tanto sol. Están mi madre y mi tía Victoria, su hermana Lola, su madre, Rocío y tantas otras que no hay páginas suficientes en este periódico para rendirles honores. Por eso decía al principio que se me antojaba corto el enunciado del premio. Toda una vida, sí, pero ¿quién vive solo una? Hasta en eso tiene razón mi padre.

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