Blog | Ciudad de Dios

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Con el trabajo hecho y la ley de mi parte por fin he vuelto a casa. Nostálgico perdido, eso sí, y encantado de la vida, claro está, pero al mismo tiempo un poco preocupado por traer conmigo algunas virutas de ese virus malicioso que se cuela por cualquier rendija en cuanto bajamos la guardia. Por suerte, mi familia nació preparada para la emergencia sanitaria, tan precavida y escrupulosa que terminaría por sacar los colores a los gobiernos del medio mundo a poco que alguien decidiera plantear esta crisis como una competición. Y no lo digo por presumir, ojo, pero si mi madre hubiese estado al frente de Chernóbil cuando la catástrofe del reactor número 4 —o de la Unión Soviética entera, ya puestos a ambicionar— hoy se podrían comer lentejas con las manos de las mismísimas aceras de Prípiat.

Cabeleira"Lo primero es desprenderse de la ropa", me va desgranando el plan a través del WhatsApp. "En las escaleras te dejo unas bolsas de basura para que metas todo lo que lleves puesto, una solución alcohólica para que te frotes bien, mascarilla y guantes". Y yo, que estoy acostumbrado a atenerme a la literalidad de sus órdenes como un marine americano, empiezo a imaginarme desnudo y solo en la puerta de casa, con las miradas de mis vecinos clavadas en el culo, que si para algo habrá servido este confinamiento será para perfeccionar esa técnica ancestral y tan nuestra de espiar a través de las ventanas... ¡Incluso con las persianas bajadas! "No, hombre no: primero entras en casa y después te quitas la ropa", puntualiza en cuanto le traslado mis reservas al método propuesto. Lo cierto es que siempre me ha llamado la atención el extraño diseño de la casa. Nunca, ni siquiera cuando era pequeño e imaginativo, llegué a comprender la utilidad de un recibidor minúsculo con unas escaleras tan empinadas hasta una segunda puerta de entrada. No le encontraba pies de cabeza, no entendía las características de aquel estilo arquitectónico. Pero ahora, gracias a la Covid, por fin he descubierto el verdadero sentido de la obra: es un túnel de descontaminación.

La siguiente sorpresa que me espera es un salón adaptado a mis supuestas necesidades (hay fruta, agua, gominolas, cenicero, servilletas de papel, un televisor, muchos ambientadores...) para dos semanas de forzosa cuarentena. "No nos podemos arriesgar", apunta ella inmediatamente, como si pudiera leer mis pensamientos. Ustedes, que no la conocen, pensarán que lo dice por la transmisión del bicho, que también, pero yo sé que le preocupa —y mucho— el tema de los olores. "Me voy a marear con tanto ambientador, mamá", protesto nada más tomar posesión de lo que, a todas luces, podría convertirse en mi única herencia. "Me voy a marear, me voy a marear... ¿Prefieres matar a tu padre?", responde felina y panza arriba, adjuntando unos emoticonos de cara larga, cara enfurecida y cara de circunstancias. Luego, como debe sentirse culpable por pasarse de taxativa, me envía tres emoticonos más: la flamenca, las dos manos pidiendo perdón y un corazón de color naranja que no sé qué significa, exactamente, pero lo acepto. "Me da un poco de pena que tengas que dormir en el sofá pero dice tu padre que es la continuación sintética de tu espalda, que llevas media vida ahí tirado y que no te vas a morir por dos semanitas más", apostilla al poco rato. El uso del término "semanita" me indica bien a las claras que ha tratado de suavizar el mensaje original, que no son esas las palabras textuales de mi padre y que haría bien en no preguntar, en aceptar las cosas tal y como son, me gusten más o me gusten menos. «¿Tienes alguna duda?», pregunta de repente, como si tuviera prisa por zanjar el asunto y volver a sus quehaceres diarios. Es una pregunta trampa, lo sé, así que me limito a la única respuesta que me permitirá salir airoso de ella: "no".

Pese a los rigores, les confieso que estoy muy feliz de haber regresado a casa. Campelo suena diferente a los demás lugares del planeta y hay algo familiar e hipnótico en los gritos matutinos de Lita, mi vecina, los ciclomotores circulando a escape libre y los perros planeando la destrucción de la raza humana al abrigo de la noche, comunicándose por código morse de huerta a huerta. Por las mañanas salgo al balcón —sí, hay un balcón en el salón— y saludo a José, a Jorge, a Carmen, a Trini, a Manolito 'Cuchilo', a Geli, la de la farmacia... Algunos me tratan como a un héroe de guerra que sobrevivió a la batalla de Ifema y otros, simplemente, como siempre: con esa normalidad aplastante de quien te ha limpiado los mocos, soltado un sopapo de vez en cuando y asistido a todas las fases de tu completo desarrollo como deshecho humano, testigos directos e involuntarios de la catástrofe.

La primera noche me la pasé imaginando respuestas para los centenares de preguntas que, a buen seguro, me tendrían preparadas tan adorables vecinos: algunas de corte técnico, otras de naturaleza política, tres o cuatro de índole privada, más personales... Pero lo cierto es que la única que se interesó por mis impresiones fue Lita. "¿Qué tiempo hacía en Madrid, chaval?", disparó sin dejar de barrer ni levantar la vista de su venerada acera. En apenas unas pocas horas he podido comprobar que la vida ha seguido su curso en mi ausencia, que nada ha cambiado demasiado, incluso en estos tiempos revueltos de pandemia. En un primer momento, lo achaco a que los rigores sanitarios no se han dejado sentir en estas latitudes como en otras zonas del país, pero enseguida empiezo a sospechar que no lo están entendiendo bien, que no han sabido —o más bien no han querido— asimilar toda la información que, constantemente, ofrecen los medios de comunicación y el Gobierno. Un hecho me lo confirma: varios chavales de la New Age aprovechan la franja horaria destinada al deporte para practicar motocross. "¿Pero eso se puede hacer?", le pregunto al único que se detiene bajo mi balcón, dispuesto a saludar. "Supongo que sí", me responde con una sonrisa maliciosa dibujada de oreja a oreja. "Tu madre no nos dijo nada".

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