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Maletillas

Pontevedra está pegada a la plaza de toros como una proyección sentimental de muchos de sus ciudadanos que la sienten como suya

Maletillas en la plaza de toros de Pontevedra en los años sesenta. CAMILO GÓMEZ
photo_camera Maletillas en la plaza de toros de Pontevedra en los años sesenta. CAMILO GÓMEZ

EN PLENO debate entre taurinos y antitaurinos, debate que por lógica nunca llegará a un acuerdo, se desprecia siempre un elemento como es el sentimental. Una plaza de toros en Pontevedra significa un rasgo de identificación sobre el resto de ciudades de Galicia e incluso de muchas otras ciudades de fuera de la comunidad. Un elemento al que muchas generaciones de pontevedreses han estado unidas desde su juventud, en mayor o menor medida, y esa identificación con lo que es suyo, formando parte de su memoria personal, es algo a lo que no se podrá renunciar tan fácilmente dentro de ese debate, por muchas razones que se pongan sobre la mesa.

Una plaza de toros con más de un siglo de existencia, y que se construyó porque desde muchos siglos antes ya existían corridas de toros en Pontevedra, lo que había generado una afición y una demanda, es sinónimo de fiesta, de alegría, de ilusiones compartidas entre los vecinos de la comunidad. Son muchos mayores de hoy los que recuerdan con un brillo en los ojos cuando de niños se colaban en aquella plaza para asistir al gran espectáculo del momento junto al cine y, como no, al fútbol de aquel Pontevedra ye-yé. No había más y aquello era algo que se interiorizaba como los días más alegres del año. La presencia de grandes figuras y todo lo que rodeaba a una corrida de toros logró que aquellos infantes nunca se pudieran ya desentender de su memoria, de su propio yo.

Eso mismo ha ido sucediendo generación tras generación, hasta nuestros días, en los que los toros siguen significando mucho más que un espectáculo sangriento, como tantos que genera nuestra sociedad y ante los que se guarda silencio. Sería innumerable el número de industrias vinculadas al ámbito animal que tras sus muros someten a las más diversas especies a una completa degradación desde el mismo momento de su nacimiento. Silencio.

Sólo cuando el lodazal de la política hincha las velas de las soflamas es cuando el grito antitaurino pasa a ser algo diferente a un grito por la vida y se traviste de los más espurios fines. Y en eso estamos, en el batiburrillo de la confusión: los que abogan por el fin de las corridas de toros, con todo el derecho del mundo y sus defendibles argumentos; y los que apuestan por su continuidad, desde las más diversas razones y con los mismos derechos que los primeros. Pero también quienes, asustados por el ruido, juegan al despiste. Uno todavía recuerda a muchos que batían palmas a rabiar desde los tendidos, que se arrimaban a la figuras, y que henchían el pecho como parte de la cultura más progre por alternar con los toreros. Hablo de una izquierda que, como en tantas situaciones, se ha adentrado por el territorio de la indefinición y le ha dado la espalda a su propia historia, negándose a sí misma.

No digo yo que la tauromaquia no tenga un final, como todo en la vida. Lo que tenga que ser será, y es evidente que las nuevas generaciones se están decantando por otras opciones de ocio, pero que éste no sea por la presión de quienes buscan una oportunidad tras la pancarta o tras un megáfono. Al fin y al cabo poco ha cambiado desde aquellos jóvenes que en los años sesenta saltaban a la plaza de A Moureira para buscar también su gloria y su sueño. Maletillas llenos de honradez y de ilusiones en un tiempo muy jodido. Ahora los tiempos son otros y las prioridades y sensibilidades también, pero todo fluirá de manera inexorable sin necesidad de gritos, ni de lecciones, ni del equilibrismo del silencio.

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