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Eduardo Arroyo. Pintor

La muerte del pintor, uno de los más importantes de las últimas décadas, nos lleva a evocar su poderoso universo plástico

Eduardo Arroyo ante su recreación de La ronda de noche de Rembrandt en 2017. EFE
photo_camera Eduardo Arroyo ante su recreación de La ronda de noche de Rembrandt en 2017. EFE

ESAS PALABRAS serán las que figuren como epitafio en su tumba de Robles de Laciana (León). ‘Eduardo Arroyo. Pintor’. Un nombre y un oficio, el de pintor, que honró como pocos. Pierde el universo de la plástica a uno de sus más destacados y comprometidos activistas, porque así es como habría que definir a su pintura, una pintura ejercida desde el activismo. En primer lugar para reclamar su tradición y poder de fascinación a lo largo de la historia del arte, y en un segundo momento, por la implicación con una sociedad a la que tantas veces desnudaba con sus obras, a través de sus figuras, con el grito de sus colores, con sus ávidas miradas a una realidad demasiado convulsa. España, como siempre, con sus coces y sus cabezazos, capaz de lo mejor y de lo peor, fue, poco a poco, desfilando por las obras de Eduardo Arroyo como en una carnavalada solanesca. Los ecos de Goya, el recuerdo de Velázquez. Los dos genios a los que rendía culto, no sólo a través de su pintura, sino de repetidas visitas al Museo de El Prado donde todo empieza y todo acaba para cualquier pintor. Donde la pintura se manifiesta en una especie de epifanía que rinde de manera irrebatible a quien se enfrenta a ella. A partir de ambos Eduardo Arroyo continuaba inmerso en la tradición pictórica hispana de evocar desde su obra los grandes males que nos acosan y que es imposible nos podamos sacudir, así pasen las generaciones que pasen.

Su cabeza, esa misma que reposará, según escribe Juan Cruz en El País, sobre un viejo ejemplar de Robinson Crusoe (toda una declaración de intenciones frente a la eternidad), era una coctelera en la que agitaba su inteligencia, su agudeza y una visión descarnada de la política de este país. A todo ello le daba salida desde la escritura, la escultura y sobre todo la pintura. Artes que formaban parte de una existencia enérgica que buscaba una especie de regeneración humana a través de los mitos, que ya sabemos nunca defraudan. De su pintura participaban todos ellos, desde una efectiva puesta en escena sin distracción alguna de colores planos y figuras sobrias, en ocasiones retadoras con el espectador. Era el universo del Barroco tensado con un lenguaje actual y desafiante con su propio tiempo, tantas veces ajeno a su obra, tantas veces inquisidor, como en el agónico franquismo, al que sometió a la prueba de su pintura descosiéndolo con cada pincelada, mientras el monstruo lo perseguía irritado.

Emerge así un universo particular, una estética de la demolición de una España cutre y soez, incapaz de reinvidicar su enorme poder a partir de unas inmensas capacidades pero que tantas veces emplea para autodestruirse. De ese proceso es del que se nutre en mayor medida la obra de Eduardo Arroyo, sabedor de que en ese intersticio se encuentra siempre un volcán en erupción, un magma al que ninguna paleta puede equipararse. Sus exposiciones siempre fueron una inteligente y certera radiografía de este país. También sus conversaciones con otros pintores, intelectuales o personas de lo común, con las gustaba charlar dejando patente su vasta cultura y el poder de ésta como único camino posible de regeneración.

Su pintura libre y libertaria es ya un hito en nuestra cultura. Enjuto y descarnado, un Zurbarán con chaqueta, en los últimos meses todavía se midió a los grandes, como a ese Rembrandt que reinterpretó para una exposición en Francia. El fi n estaba ya cerca, pero aquel manantial, el de la mejor pintura, era el único del que poder beber hasta la llegada de la parca para alguien cuyo ofi cio era, ni más ni menos, que el de ser pintor.

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