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El arte de la dimisión

Mauricio Rodríguez Boullosa. ADP
photo_camera Mauricio Rodríguez Boullosa. ADP

LA DIFICULTAD de dimitir está en la poca experiencia que existe sobre la materia. Nadie nos enseña a dimitir porque lo más probable es que a uno no le toque hacerlo jamás, si acaso, con mala suerte, una o dos veces en la vida. No existe un protocolo, no se enseña en los colegios, por ello cuando le toca a alguna persona, no conoce el arte, que lo de dimitir es arte en las extrañas ocasiones en las que alguien sabe hacerlo. Lo más difícil, supongo, es reconocer que ha llegado el momento. Fíjese en Rubiales, lo mucho que le costó.

En noviembre de 2014 me tocó entrevistar a Pedro Puy, entonces portavoz parlamentario del PP en el Parlamento gallego y hoy diputado en Madrid. La fecha la recuerdo porque dos días antes había dimitido Ana Mato por su participación en el caso Gürtel.

Llevaba la ministra dos años aguantando las acusaciones en prensa y las presiones para que dejara el cargo, que si se había lucrado a cuenta de la trama, que si le habían pagado los cumples de sus hijos, que si un viaje a Eurodisney. Le pregunté a Puy por qué razón Rajoy no la había cesado desde el primer momento y me contestó que lo extraño no era eso. Lo que le parecía raro es que ella hubiera aguantado tanto tiempo en el cargo, y tenía toda la razón. No supo irse en su momento y estuvo dos años enteros aguantando una posición insostenible sin ninguna necesidad.

Mire a Rubiales, aferrándose al cargo como lo hizo en su día Cristina Cifuentes. A Nicolás Redondo lo echaron el otro día de PSOE. Lo que no se entiende es que siguiera ahí. Dijo Felipe González que el otro Nicolás Redondo, el padre, le montó una huelga y no lo echó del partido. No, Felipe, cuenta la historia completa: en 1987, Redondo Urbieta, padre de Redondo Terreros, se saltó la disciplina de voto negándose a aprobar tus presupuestos, te tiró a la cara su acta de diputado y se largó del Congreso para siempre. Él sí supo dimitir, no como el hijo, quien por cierto se enteró de su expulsión mientras comía con Aznar y con Joaquín Leguina, otro expulsado del PSOE, seguramente hablando del tiempo.

No sé qué hacen en ese partido personajes como Felipe González, Alfonso Guerra y todos esos exministros que ahora parecen de Vox. Si no os gusta vuestro partido ni vuestro secretario general, ni sus políticas ni sus pactos, entregad los carnés. Sois militantes, nada más, si acaso viejas referencias de una política y de un tiempo que están sobradamente superados. Si es que además dimitir de militante no es tan grave. Otros lo han hecho.

En el Pontevedra CF tuvimos hace tiempo un presidente, Mauricio se llamaba y espero que siga llamándose. Mauricio fue el gran visionario de las dimisiones, un hombre adelantado a su tiempo. Llevó el arte de dimitir a otra dimensión, lo reinventó. Fue el Mozart de las dimisiones, algo que se le reconocerá algún día si hay justicia en este mundo. Un día convocó a la prensa para anunciar que dejaba la presidencia del club. Fue a las oficinas, repartió flores al personal a modo de despedida y se marchó todo emocionado.

Al día siguiente, como si nada, entró en la sede, se fue a su despacho y se puso a hacer cosas de presidentes: llamadas, reuniones, ya usted sabe. Transcurridas unas semanas, quizá un par de meses, repitió la operación siguiendo la misma liturgia: prensa, flores, besos, abrazos, lágrimas. Y otra vez, al día siguiente retomó su actividad. Dimitió varias veces, quizá mil o más, pero aguantó en el cargo unos cuantos años. ‘Dimitir y quedarse’, titulé yo una columna y al poco tiempo, en Navidad, coincidimos en un partido benéfico, en equipos rivales. Mi papel en esos partidillos es salir, caerme y volver al banquillo, cosa de pocos segundos. Pues tuvo tiempo el tío para meterme un balonazo en todo el coco que todavía me duele a veces. Me pidió perdón mientras yo buscaba mis gafas moviéndome a cuatro patas y le dije que no había problema. Lances del juego. El caso es que Mauricio estaba en la otra esquina del campo cuando disparó y siempre sospecharé que lo hizo de manera intencionada, pues que un disparo casual que puede acabar en cualquier lugar del pabellón acabe estrellándose en mi cabeza como un misil no parece casual. Pero jamás se lo echaré en cara porque lo reconozco como a la persona que más y mejor dimitió. Un día se aburrió de dimitir, dimitió otra vez y esa fue la última vez que lo hizo, pero ahí nos queda su obra imperecedera, la que nos llevará algún día a dimitir para quedarnos en el cargo.

Conozco un antecedente, muy cutre si lo comparamos con la producción dimisionaria de Mauricio: aquel amago que hizo Felipe González en Suresnes, entre otras cosas para impedir el ascenso de Nicolás Redondo a la secretaría general del PSOE. Como Mauricio, dimitió para quedarse. La diferencia es que Mauricio sabe que se fue y Felipe cree que sigue ahí.

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