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Estábamos pochando

ESTABA EL otro día declarando por videoconferencia Álvaro Pérez El Bigotes ante la comisión de Les Corts Valencianas que investiga el Caso Gürtel, o parte de él, cuando, tras prometer por su hija que volvería algún día a confesarlo todo, hizo sin saberlo una perfecta narración sobre hasta dónde hemos caído en los últimos veinte años o más. Miró a la cámara, juntó las manos como si estuviera rezando, y dijo: "Y ahora les rogaría, por favor, que si me dejaran salir porque estaba en un curso de cocina y estábamos pochando y he perdido el trabajo y luego me hacen exámenes y entonces, si puedo salir ya, se lo agradecería". Lo dijo así, implorando con acento carcelario, como un yonqui pidiendo un pitillo en una terraza.

Así fue como pasamos del esplendor de la era del Milagro Aznar a esto en lo que estamos. Hace 15 años, El Bigotes era uno de los 1.100 privilegiados que acudía a la boda de la hija de Anita. Se movía con soltura entre la élite y ahí, con su pandilla, toda la banda se pavoneaba ante España entera. Hoy sólo quiere aprobar la asignatura de pochar de su curso de cocina. Piense cómo reaccionaría usted. Si a mí me hubiera ocurrido lo que a él, me importaría un carajo la Comisión y las Corts Valencianes y me preocuparía del pochado. ¿Qué más le da? Su futuro, con una condena de 13 años y varias causas pendientes, es el de pasar muchos años allí dentro, pochando.

Correa utilizó un tono más chulesco, chillando como si estuviera declarando en un juicio rápido por atracar una frutería: "¡Pero cómo no voy a sacar una navaja para robar la tienda!". También se le ve desmejorado y también con ese acento que se nos quedaría a todos tras una larga estancia en prisión y no precisamente en el módulo en el que ingresan a los catedráticos de Filología. La vida les ha dado un revolcón difícilmente asumible. Claro que dan pena. Tanta como casi todos los presos. Independientemente de lo que haya hecho cada uno que está ahí dentro, supongo que la mayoría de los reclusos cree que no debería estar ahí, o que no debería estar mucho tiempo, o que no debería estar mientras otros están fuera, gobernando España. Los que cobraban sobresueldos, comisiones, inflaban facturas, recibían regalos, manejaban millones en B, adjudicaban contratos irregulares a esa misma trama y por tanto formaban parte de ella, viven sus vidas alegremente con cargos en el Gobierno o en el Partido, o bien colocados en consejos de administración. Siguen disfrutando de una vida de poder y esplendor.

A ellos no les preocupa el examen de pochar verduras porque no tienen que hacerlo, pero para El Bigotes, que sí tiene que hacerlo, es lo más señalado del día, puede que de la semana. Ha sido despojado de su libertad, de sus empresas, de su bigote, de sus quehaceres de saquear España y ahora su objetivo es aprobar el pochado y sacar adelante el curso de cocina. No entiendo el revuelo que se ha montado. ¿Qué tiene de malo que un presidiario se ocupe de su pochado? ¿Qué gana ni qué pierde declarando en una comisión parlamentaria que no va a cambiar su situación procesal? Bastante hizo con comparecer y pedir permiso para volverse a la cocina.

El Bigotes sabe, como Correa, que la parte política de la trama puede elegir entre irse a esquiar, reservar mesa en el mejor restaurante o largarse de compras a París. Tienen el mundo a sus pies, coche oficial con chófer, despacho e invitaciones a las carreras de coches que organiza Alejandro Agag. Así se disolvió la banda: entre los que mandan y los que pochan. A él le ha tocado la parte dura del trabajo, la del pochado en prisión y hasta eso le quieren quitar.

Me parece magnífico que El Bigotes se niegue a declarar. Está en su derecho. Lo que me preocupa es que suplique que le dejen volver a la cocina en ese tono en el que ya no queda atisbo de dignidad ni de arrogancia. Él, que se codeaba con la cúpula del poder y que entraba sin llamar en los despachos donde se decidían los destinos de España. Yo ni me hubiese presentado a declarar. ¿Qué iban a hacer, meterlo en la cárcel? Bastaba con enviar un mensaje a través de un abogado: "Señoras y señores diputados. Disculparán ustedes mi ausencia, pero ese día no puedo declarar, que tengo otras cosas que hacer con unas cebollas. Llamen ustedes al PP y pregunten a los que ganaban elecciones con el dinero que robábamos entre todos. Y ahora les dejo, que las lentejas no saltan solas al caldero para ponerse en remojo".

Lo único que puede procurar consuelo a los cabezas de turco es que aunque ellos no volverán a acudir a una boda poligonera y lustrosa, si algún día quedan libres sabrán cocinar un potaje para su familia; siempre podrán soñar con que sus cómplices, los que hoy mandan, puedan acabar implorando un permiso para que les dejen pochar verduras tranquilamente, como yonquis pidiendo un pitillo en una terraza.

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