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El mariachi y su sombrero

Un mariachi. VIDAL (Pixabay)
photo_camera Un mariachi. VIDAL (Pixabay)

NO EXISTE invento en esta tierra más desmesurado que un sombrero mexicano. Me refiero a los de verdad, los que usan los cantantes de rancheras. Si usted tiene uno y lo utiliza a diario, tiene todos mis respetos. A mí me enseñaron a respetar a todo el mundo. Así me dijeron: «Hijo mío, respeta siempre a todo el mundo, sea cual sea su origen, su género, su color, sus creencias y todo eso, pero ante todo, respeta a quien lleve un sombrero mexicano».

Esos sombreros son absurdos y son un estorbo para quien los utiliza por razones profesionales. Si usted se fija, o aunque no lo haga, un vocalista mariachi nunca dura más de cinco segundos con él puesto. A poco que baje la cabeza le tapa toda la cara y si hay focos en el escenario proyecta una sombra que ríase usted de un eclipse. Así que nada más empezar la canción, el señor se quita el sombrero y lo sujeta con la mano izquierda salvo que sea zurdo, pues la otra mano la necesita para empuñar el micrófono. Eso limita mucho la interpretación gestual. No hay manera de cerrar un puño, llevarse la mano al pecho o extenderla hacia el público. Si uno canta: «Lo que a mí me hisiste / librándome de tu amor, / me dolió en el corasón, / y ahorita ya me perdiste», lo hace señalando a la supuesta traidora con el sombrero, que como objeto enorme e inanimado que lamentablemente es, no sirve para transmitir emociones, así que el buen hombre lo único que puede hacer es moverlo hacia adelante o atrás. Cuando acaba la canción, el artista lo levanta para recibir los aplausos, merecidos o no.

Es un estorbo. Pues que no lo lleven, pensará usted con toda razón. Pero es que si no lo llevan salen del escenario a botellazos. El público lo ve como una herramienta de trabajo. Un cantor de rancheras sin su sombrero charro es como una flor sin flor. En las portadas de los discos siempre lo llevan puesto; sobre los escenarios, en una entrevista o en una mesa redonda, el mariachi tiene que aparecer con el sombrero aunque solo sea para quitárselo inmediatamente.

Eso solamente afecta al que canta, que es el famoso. Los demás no se lo quitan en ningún momento, lo que es todavía peor. Para tocar una guitarra, un violín o una trompeta hacen falta las dos manos y si no se les ve la cara, que no se les ve porque la tapa el sombrero, pues tanto da. Así no se distrae el público de la actuación del vocalista, que es la que importa. Los otros son intercambiables. Al acabar la interpretación, si los miembros del mariachi, que pueden ser 4 o 17, deciden irse a una cantina, imagínese. No pueden poner sus sombreros sobre la mesa porque no hay mesa en el mundo en la que quepan, ni perchero que los sostenga, así que o lo llevan sobre la cabeza o lo ponen sobre las rodillas, cosa poco recomendable porque pueden mancharse de cochinita pibil, pulque o guacamole. Cuestan un potosí y han de estar siempre inmaculados.

Es lo más duro de la vida de un mariachi: su sombrero. Ninguno lo reconocerá porque hay verdades que nadie se atreve a decir. El día que uno admita que el sombrero charro es un estorbo, estará muerto. Artísticamente, claro. Y físicamente también. Vale, pero todos lo aceptan. Saben que sobre un escenario su destino es cantar mientras mueven esa cosa gigante. Si alguna vez alguno se lo lanza al público para deshacerse de él inmediatamente se lo devuelven para que siga cantando. No hay manera.

Una vez explicado el asunto, entre usted en materia. Todos y todas cargamos en estos momentos con un sombrero charro. Desde hace unos años, diría. Metafóricamente, claro. Nuestros movimientos se ven limitados, el dinero que entra vale cada día menos y sale con más premura; estamos sujetos a decisiones que toman por nosotros y que nos afectan cada que vez que salimos al escenario de la vida. Sí, me salió cursi, qué pasa. Es mi sombrero mexicano, que no me deja actuar con la fluidez deseada.

No podemos comportarnos como hace años, cuando vivíamos por encima de las posibilidades que nos imponían e íbamos por la vida sin sombrero. Pero como buenos cantantes de rancheras que somos, debemos actuar igualmente, aunque sea con un sombrero en la mano que no sirve para nada. Ni el sombrero ni la mano. No es fácil, pero la lucha no para. Hay que interpretar como si el sombrero fuera útil o usarlo como arma para combatir el despecho o la injusticia.

Otra opción es no salir al escenario, pero eso es de cobardes. Hay que pelear, y ya que el sombrero es un estorbo, habrá que luchar el doble, que es lo que toca. Se preguntará usted a dónde quiero llegar. Pues no tengo la menor idea, señora, ya me gustaría a mí saberlo. Antes de empezar a escribir me parecía buena idea. La culpa es del sombrero.

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