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Morir sin avisar

EL PASADO lunes día 21, mientras Rita Barberá declaraba en el Supremo, Pablo Casado, en nombre del Partido Popular, se desprendía de ella como cuando se sacude una pelusa de la chaqueta: "Ya no forma parte del PP, con lo cual ya no valoramos la declaración que pueda hacer a título personal". Pablo Casado, de quien no debemos olvidar que es secretario de comunicación y no un militante de base de una pedanía de Murcia, siguió sacudiéndose la chaqueta por si quedaba algún rastro: "Lo que esperamos es que estos asuntos se aclaren cuanto antes y no haya que seguir valorándolos". Eso lo dijo luego, cuando le preguntaban si confiaba en la honradez de la senadora. Nadie más abrió la boca aquel día para hablar de Barberá. No mucho antes, tras la negativa de Barberá a entregar su acta de senadora, Javier Maroto decía que «Rita Barberá no tiene dignidad». Rita Barberá quedaba a la altura de Bárcenas, de Rato, de Matas, de tantos otros que son condenados a instalarse en un pasado imposible de recordar.

Al conocerse la muerte de Barberá, los que callaron fueron Maroto y Casado. Salió Rafael Hernando para revelar, con su habitual prestancia, que el PP había expulsado a la senadora para protegerla de las hienas que seguían mordiéndola. Celia Villalobos acusó a los medios y a las redes sociales de haber condenado a muerte a Barberá. Luego, Villalobos se hizo una pregunta cuya resolución es obvia: "Si yo estaba destrozada por el ‘Candy Crush’, ¿Cómo estaría ella?". Pues estaría peor, lógicamente.

Que Rita Barberá sufrió un calvario no está en cuestión. Se puede discutir si ese calvario era o no era justo y necesario, pero ni una cosa ni la otra la convierten en culpable ni en inocente. La muerte es lo que tiene. Rita Barberá murió en el Grupo Mixto y ahí permanecerá eternamente. Nunca sabremos si fue o no fue inocente y perdurará para siempre en el limbo de la justicia, en un purgatorio interminable, pues lo que pensemos ahora usted y yo es irrelevante, desde el momento en que no somos los jueces que íbamos a determinar su futuro procesal. La muerte le llegó de manera impropia e inoportuna. De todos los demás, los que no han muerto de un infarto en medio de un juicio, sabemos qué ha sido de ellos. De otros, si continúan vivos sabremos tarde o temprano cómo acabarán, pero en cuanto a la actual situación de Rita Barberá seguiremos con ella en el limbo.

Puede que el acoso mediático no haya aportado gran cosa a su supervivencia. Quizá tampoco el tabaquismo, el sobrepeso, la vida sedentaria o el caloret, circunstancias todas incompatibles con una vida larga y saludable, según me dicen a diario los médicos. Rita Barberá ha pasado en todo caso a mejor vida. En un instante dejó de ser la señora a la que Maroto se refería como "indigna" y de la que todo el partido se apartaba como si tuviera la gripe aviar, y volvió a ser la alcaldesa de España entre un mar de lamentos y pucheritos, como si la muerte le hubiera llegado a propósito para redimirla de un pecado, por si lo había cometido.

Ahora, España entera cree haber matado a Rita Barbera. Todos y todas nos preguntamos qué parte de culpa nos corresponde. Pues no sé. Cuando Isabel Pantoja sufría acosos mediáticos y juicios paralelos, no tuvimos esa inquietud. Eso se debe, en mi opinión, a que Isabel Pantoja no sufrió un infarto mortal. Quien dice Isabel Pantoja, dice Diana López-Pinel, la pobre madre de Diana Quer, que también sufre una presión irresistible hoy mismo sin que nadie la haya acusado de nada. Todos los que han soportado acosos mediáticos y siguen vivos no nos preocupan, y si echamos cuentas han sido unos miles en las últimas décadas. No hay día en que alguien no sienta el acoso de los medios, de los paparazzi o de los vecinos del barrio. Pero cuando alguien muere a medio juicio, eso sí nos genera un problema. Si el infarto lo llega a sufrir Barberá dentro de veinte años, no ocuparía ni media columna, y en una o dos líneas recordaríamos si fue culpable o inocente sin darle la mayor importancia. La cuestión aquí no es la vida ni la muerte de Rita Barberá. Lo importante es que ésta se produjo de manera inoportuna y eso genera un tremendo desconcierto, sobre todo entre quienes se apartaron de ella y hoy ya no es que la pongan en un altar. Le montan una basílica para declararse inocentes y tener un púlpito desde el que culpar a todo el que se acerque por ahí.

Hoy todos piden revisar el tratamiento que los medios dan a estos asuntos. No sé si hay que revisarlo, como no sé tantas otras cosas. Lo que sí sé es que desde el principio de los tiempos, mucho antes de que se inventara la prensa, había gente abandonada por su tribu y presionada por las demás, y existían juicios paralelos que acababan peor que hoy, con alguien ardiendo en una hoguera. Y nadie tenía, igual que hoy, dilemas morales, salvo que, como ha sucedido con Barberá, la acusada o el acusado muriera sin avisar.

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