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Pidiendo el voto a gritos

De izquierda a derecha, Alberto Núñez Feijóo, Pablo Casado, Fernández Mañueco e Isabel Díaz Ayuso. EFE
photo_camera De izquierda a derecha, Alberto Núñez Feijóo, Pablo Casado, Fernández Mañueco e Isabel Díaz Ayuso. EFE

EN 2012, hacia el final de la campaña de las autonómicas, me tocó conocer a Mario Conde. Me llamó una especie de ayudante-esclavo que tenía, un tal Jano, para citarme en el Parador de Pontevedra, un edificio hermoso que usted debe visitar si no la ha hecho ya. Cuando entré pregunté por Mario Conde y me dirigieron a un salón que estaba cerrado. A medio pasillo empecé a escuchar unos gritos rabiosos. Era el candidato echando una bronca monumental al tal Jano y a su jefa de prensa. Estaba utilizando todo el catálogo de insultos de la lengua de Cervantes y de Isabel Díaz Ayuso.

Entré sin llamar y al instante se hizo el silencio, no porque yo impusiera respeto, cosa que nunca he sabido hacer. Imagino que se hubiera callado igual si hubiese entrado alguien más respetable, usted misma. Lo que me sorprendió fue que todas las referencias que tenía, algunas de gente que lo conocía bien, me decían que el hombre jamás perdía los papeles, y mi impresión coincidía con las fuentes. Todos lo vimos cuando le intervinieron Banesto, siempre templado, educado, elegante y hermoso. Después del encuentro, sobre el que no publiqué nada de lo que me dijo, todo vaguedades de un hombre irritado, me largué mientras él y los dos de su equipo se dirigían al coche. Los gritos se reanudaron y así entraron en el coche, con Mario Conde abochornando a sus colaboradores de una manera innecesariamente cruel.

Mi conclusión fue que si un señor que había sido tan poderoso y había guardado siempre la compostura, hasta cuando lo metieron en la cárcel, se volvía loco en una campaña electoral era porque el resultado que veía venir reflejaba lo que la gente pensaba de él. Le dolía más no conseguir un escaño que perder un banco. Era su orgullo herido el que se rebelaba ante un pueblo que le daba la espalda. Su campaña había sido un desastre. Se burlaba del acento gallego, imitándolo para ridiculizar al mismo pueblo al que le pedía el voto; sus mensajes eran todo palabrería y nadie acudía a escuchar sus discursos, así que aquel día en el Parador, aunque gritaba a la gente de su equipo, con quien estaba enfadado era con el pueblo que no había sabido valorar su grandeza. Pues en Tui, su ciudad natal, no pasó del 3%.

Recuerdo aquella escena porque vi a Pablo Casado histérico en esta campaña de Castilla y León. Enfadado. Al menos Mario Conde guardaba las formas en público, cosa que Casado no supo hacer. Si cuanto peor te va más te cabreas, peor te va y más te cabreas y peor te vá y así en bucle. No he visto en mi vida campaña más desastrosa que ésta de Casado. Hasta lo que no hizo mal le salió fatal. Eso, el no contar con el cariño incondicional del pueblo por lo visto hiere el orgullo de algunos políticos, y más cuando hacen campaña en su tierra.

No sé, pero eso de gritar a los que quieres que te voten nunca ha funcionado. Meter a Bildu o a ERC en una campaña autonómica que nada tiene que ver con esos partidos no cuela, ni cuela mandar a una delegación de alcaldes a Bruselas para quejarse del reparto de los fondos europeos y ser recibidos por nadie. Tampoco cuela comprar a dos diputados de UPN para tumbar una reforma y que luego sea uno de los tuyos el que la aprueba por error, ni cuelan las acusaciones de pucherazo.

Los votantes huelen la histeria y el cabreo. Cuando un político se siente cómodo, hace burlas sobre sus rivales; cuando está enfadado, los insulta a gritos, como hizo Casado con Zapatero, al que le acusó de todo lo habido y por haber por decir que el PP se había marcado un autogol con la fallida jugada de la reforma laboral. Y claro, metió en campaña un asunto que a los castellano-leoneses les preocupa un montón, mucho más que Bildu: Venezuela y Cuba.

A medida que las expectativas se desinflaban y la campaña se hacía más larga, Casado se enfadaba más. Cuando veía que sus escenas con vacas, ovejas o cerdos no daban el resultado deseado, se enfadaba; cuando todos y todas se rieron a carcajadas de sus acusaciones de ataque a la remolacha, más todavía. Mandó a Mañueco adelantar las elecciones por pura estrategia partidista, calculando que, como Ayuso, quedaría tan cerca de la mayoría absoluta que podría gobernar en solitario. Según todas las encuestas, eso no sucederá, y algunos trakings que se han filtrado confirman la tendencia a la baja del PP y un empate técnico con el PSOE, lo que aboca al PP a una posición suicida, la de meter a los ultras de Vox en un gobierno.

Y como el que se presentaba no era Mañueco, sino el propio Casado para despejar su camino a la Moncloa, se enfada al comprobar que eso no sucederá. Mientras, en los mítines del PP, cuando aparecía Ayuso, la recibían al grito de presidenta, presidenta. Y eso es lo que más le cabrea.

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