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Los rescoldos del 15-M

Campamento de indignados instalado en la Alameda de Pontevedra en 2011. RAFA FARIÑA
photo_camera Campamento de indignados instalado en la Alameda de Pontevedra en 2011. RAFA FARIÑA

Los indignados de Pontevedra montaron su campamento frente a la Casa Consistorial, al lado de la estatua de los Héroes de Ponte Sampaio. Yo fui una vez de visita y lo tenían todo muy bien organizado: una guardería sin niños, una ludoteca sin niñas y una biblioteca sin libros. Lo importante era la intención. El Concello les puso agua y luz para que se auto gestionaran a lo grande y las madres llevaban comida para que sus hijos de 28 años hicieran la revolución bien alimentados, que una madre siempre piensa en esas cosas: "Si el niño quiere indignarse, que se indigne, pero a mí me come como Dios manda o lo saco del campamento ése tirándole de una oreja". 

Como en todo el Estado, los indignados de Pontevedra celebraban asambleas constantemente para decidir sobre asuntos de enorme gravedad o de enorme levedad: allí se debatía y se votaba sobre Palestina, la monarquía, el último huracán en el Atlántico y el valor nutricional de los Doritos Tex-mex. Daba igual. Esos resultados no llegaban a ningún sitio, como los de las macro acampadas de Madrid o Barcelona. Todas y todos los indignados eran iguales estuvieran donde estuviesen; todos eran líderes y todos portavoces. No había jerarquías ni estructuras y todo era muy sesentayochero pero de buen rollo.

Tenían aquel lema maximalista, "Democracia real ya" que era muy tierno porque valía para cualquier cosa, toda vez que ni ellos entonces ni nadie hoy sabe qué es la democracia real porque no existe, ni en España ni en ningún otro lugar. Y con todo y eso era un movimiento esperanzador, o así lo veíamos usted, yo y mucha gente que sin participar seguíamos todo aquello con cierta curiosidad. Las intenciones de los indignados eran ilusorias y por tanto buenas y las mostraban de manera pacífica, o sea que por ese lado todo era irreprochable. No sabían muy bien qué hacían ahí, pero todos tenían claro que querían cambios, aunque no supieran cuáles. Ideológicamente fueron identificados con una izquierda radical no representada en las urnas, de ahí que nadie los tomara muy en serio. No había nadie detrás, al menos nadie identificable; se estaba inventando el movimiento transversal, que luego se hizo tan famoso que hoy todos intentan ser transversales, desde la ultraderecha de Vox o de Ayuso, hasta la izquierda de Podemos, que fue quien recogió los rescoldos del 15-M para dotarlos de lo que no habían tenido los indignados porque no habían querido: liderazgo y organización.

Todo aquello lo aprovechó un grupo de profes universitarios, expertos en teoría política y sociológica y no lo hicieron mal. Aquel primer mensaje abandonado hace años sobre la casta, las puertas giratorias y los poderosos consejos de administración de las empresas del Ibex-35 tuvo el eco que todos conocemos. El problema es que las revoluciones se hacen para tomar el poder, no para conservarlo. Una vez que entras en el Gobierno, las ansias revolucionarias se aplacan. Pasa como con el terciopelo, que una vez apreciado su tacto no se abandona jamás.

Si Podemos fue una consecuencia directa del 15-M, que lo fue, habremos de reconocer que el movimiento de los indignados fue determinante en el devenir de estos diez años, y eso no depende de que nos caigan mejor o peor. Reventaron el mapa político, contribuyeron al advenimiento del multipartidismo, a la moción de censura contra Rajoy y entraron en el Gobierno, que no es cosa menor: al contrario, es cosa mayor. Esa última frase fue un guiño a Rajoy, a quien de verdad echamos de menos porque nos daba grandes momentos y era un señor muy gracioso que cuando abría mucho los ojos se le ponía cara de pescado.

Así que quienes participaron en aquellas asambleas y en aquellos campamentos son quienes pueden echar la vista atrás y pensar si aquello valió la pena; si algunos de sus anhelos se han visto cumplidos; si hoy se sienten representados. Todos podemos hacer nuestro análisis, pero el que interesa es el de quienes movieron las alas en un tiempo remoto y provocaron un cataclismo años después. A ellos y ellas les corresponde hacer balance, porque lo que hicieron resultó ser importante, algo que nadie imaginaba cuando los antidisturbios desalojaron los últimos campamentos que se resistían al paso de los días y al aburrimiento mientras esperaban comida de mamá. Ese día nadie imaginaba que poco después surgiría de los rescoldos un partido que se presentó como transversal, asambleario y todas esas cosas chulas y acabó montando una organización vertical con un líder que iría defenestrando a sus antiguos amigos y compañeros para hacerse con el poder absoluto.

Celebrando casi la década del 15-M, Pablo Iglesias abandonó la política. Parece que no supo adaptarse a su papel de gobernante, y eso será porque como queda dicho no se puede gobernar y hacer la revolución: una cosa u otra, pero ambas a la vez no. Solamente cabe esperar que quienes participaron en aquellas acampadas y en aquellas asambleas y manifestaciones estén al menos moderadamente satisfechos, y sus madres orgullosas.

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