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La vida en un segundo

pasacalles por el centro de Pontevedra
photo_camera Pasacalles por el centro de Pontevedra. R FARIÑA

Se celebraba ese día la festividad patronal de una parroquia de Pontevedra, aunque mis dos amigos y un servidor no lo sabíamos. Estábamos comiendo en la terraza de un conocido asador, que se estaba muy a gusto porque era un día soleado, cuando llegaron varios coches juntos, aparcaron y salieron dos grupos, uno de gaiteiros sobrios y otro de señores que venían borrachos. Los gaiteiros se pusieron a tocar y los señores, unos entraron en el bar a por copas y el resto quedaron en la terraza esperando. Una camarera nos contó que los señores eran los de la comisión de fiestas, que se pasaban el día con los gaiteiros para ir anticipando el ambiente festivo y animar a los parroquianos a acudir a la verbena que se celebraría esa noche.

Terminamos de comer y pedimos cafés. Mientras nos los servían, siempre con fondo de gaitas y los de la comisión entrando y saliendo, uno de ellos se acercó a nuestra mesa e intentó practicar un truco de magia. Lo ensayó tres o cuatro veces y se rindió, momento en el que uno de mis amigos, Jano, sacó un pitillo y lo hizo desaparecer. Tan asombrado quedó el hombre que se lo mandó repetir una y otra vez mientras le preguntaba cómo se hacía.

De pronto, otro de la comisión salió del bar corriendo como un loco, se subió de un salto a una mesa que estaba vacía en medio y medio de la terraza, cantó a gritos la primera frase de una canción, la mesa cedió, el artista cayó y en lugar de poner sobre el suelo de cemento las manos para reducir el impacto, puso la cara, que se estrelló. Un par de compañeros lo colocaron sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una columna, medio desmayado, con la cara desfigurada y sangrando con abundancia. Los gaiteiros siguieron tocando durante todo el rato, los restantes miembros de la comisión de fiestas seguían con su celebración y mi amigo seguía con el truco del pitillo. El accidentado estaba medio desmayado y a veces abría los ojos e intentaba decir algo, quizá seguir con la canción. Con las gaitas no se escuchaba.

Mi otro amigo, César y yo, preocupados, nos fuimos hasta donde estaban los de la comisión y sugerimos llamar a una ambulancia. Ahí sí que el herido se despejó al escuchar la palabra ambulancia y dijo que no, que su mujer lo mataba. Yo traté de hacerle ver que no había motivo de preocupación, pues en todo caso la mujer lo mataría igualmente si se presentaba en casa con ese aspecto, pero él empeñado. Los de la comisión dijeron que no, que él era mayorcito y si no quería una ambulancia, pues no quería. Nosotros insistimos, pues el señor estaba muy mal, así que tras una corta deliberación nos sugirieron trasladar el asunto al presidente de la comisión para que él decidiera. Preguntamos quién era el presidente y nos señalaron al hombre que estaba con mi otro amigo, Jano, el que hacía desaparecer el pitillo, que seguía el tío ahí todo loco intentando adivinar el truco.

A la vista del panorama, mi amigo, el del truco no, el otro, llamó a una ambulancia. Lo hizo discretamente, para que no hubiera lío. Cuando llegó, no mucho después, con despliegue de luces y sirenas, el accidentado seguía negándose a subir y algunos compañeros le daban la razón. Un médico, nada más verlo, explicó a la concurrencia que el golpe era muy grave, lo subieron a la ambulancia y la fiesta siguió como si nada.

La vida puede cambiar en cosa de un segundo, que fue más o menos el tiempo que tardó el buen hombre en recorrer los dos metros y pico que separaban su cara del suelo. Pudo haberse matado. Estuvo a punto. No sé qué fue de él, pero seguro que su vida cambió, al menos durante un tiempo. Habrá vivido una temporada ingresado en el hospital, probablemente tuvo que afrontar alguna cirugía para reconstruirle la cara y la bronca en casa habrá sido épica, sobre todo si la mujer conoció las circunstancias en que se produjo el suceso, con su marido saltando sobre una mesa, cantando el primer verso de una canción y estrellando la cara contra el suelo, todo en un segundo.

Hay algo que bascula entre lo reconfortante y lo terrorífico y es que mientras a uno le cambia la vida en un segundo, las gaitas siguen sonando y los compañeros no paran de entrar a la barra y salir con las copas. La vida de los demás no es la que cambia y eso no los convierte en peores amigos, más bien en gente que ha vivido experiencias similares y con el tiempo pierden el miedo hasta que les toca a ellos, que entonces a lo que tienen pánico es a entrar en una ambulancia. Algo así será. De hecho, reconozco que tampoco ninguno de los tres amigos que estábamos ahí comiendo llamamos para interesarnos por la suerte del afectado. Nos fuimos a un partido del Pontevedra, que se jugaba un ascenso y lo perdió y nos olvidamos del incidente. No eran nuestras vidas.

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