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Pepe

Un día de 1971 era yo el niño más infeliz del mundo. Tenía cinco años, vividos todos ellos en México y acababa de llegar a Galiza. Vivía mi primer día de clase en el Colegio Estudio. Me sentía un bicho raro y en cierto modo lo era, un niño tímido y muerto de miedo con acento mexicano. No conocía a nadie; no me atrevía a abrir la boca y solamente esperaba que aquel día se acabase de una vez, y el siguiente, y los próximos años hasta el resto de mi vida. No me atrevía ni a levantar la mirada.

Cuando llegó la hora del recreo, fui el último en salir al patio y busqué un rincón en el que pasar desapercibido, porque no encontré un agujero en el que desaparecer. Todo era demasiado nuevo. El colegio, los compañeros, el trayecto, los profesores, los sonidos, el paisaje. De camino al colegio, mis hermanos y yo nos habíamos sentado juntos en el autobús, refugiándonos unos entre los otros, arropándonos, como si nos estuviésemos viendo por última vez y luego nos miramos sin decir nada y cada uno entró en su clase como quien se mete en un cuarto para darse una ducha de cianuro. Pocas veces en mi vida me sentí tan triste, solo y abandonado.

Yo había buscado en el aula un asiento en la última fila, donde nadie me pudiera ver y allí había pasado mis primeras horas en aquel lugar. Cuando llegó el recreo, decía, dejé que todos salieran, esperé un momento y con el pasillo ya vacío, salí, encontré el sitio más alejado, me senté allí y me puse a mirar el suelo, el único lugar al que no le tenía pánico en aquel momento. Aguantaba el llanto porque comprendía que lo único que me faltaba para sentirme como el personaje más extravagante del momento era romper a llorar.

A los pocos minutos, noté que alguien se acercaba y yo me acurruqué todavía más, hasta quedar casi en posición fetal. Miré más fijamente al suelo, como si allí pudiera descubrir una salida de emergencia por la que salir para siempre o morirme del susto sin que nadie me viera. Aquel niño se quedó de pie mirándome, sin hablar. Conseguí levantarme. Las piernas casi ni me sostenían y en un esfuerzo supremo, levanté la cara del suelo y vi a un niño que me sonreía con un enorme flequillo. Me paso un brazo por los hombros y me regaló las palabras más hermosas que había escuchado en mi vida: «Soy Pepe. Ven a jugar con los demás». Así, sin apartar el brazo, me llevó con el resto de la clase.

Ése es el mejor recuerdo de mi infancia. Nunca hasta entonces me había sentido tan aliviado. Nunca nadie me había sacado tanto peso de encima en un instante. Durante los cinco años siguientes, hasta que toda mi familia tuvo que volver a México, fue mi mejor amigo. Pepe Solla era el mejor amigo de todos. Era el que nos unía, el que nos alegraba cada día, el que se ponía del lado del débil y el que se preocupaba por una niña que estaba enferma o se acercaba a hablar cuando veía a uno llorando, el que mediaba en las disputas y resolvía los desencuentros. El que nos escuchaba a todos y tenía una sonrisa eterna que sigue manteniendo hoy.

El otro día celebró el 55 aniversario de Casa Solla. El local estaba abarrotado. La lista de asistentes se había desbocado y entraba mucha más gente de la esperada. Lo primero que hizo Pepe Solla fue subir al escenario y pedir que nos ayudáramos entre todos para que la fiesta saliera bien: que si uno estaba cerca de la barra pidiera una caña para el primer desconocido que se acercara; que si alguien estaba en la zona de las tapas, ofreciera algunas también a los del grupo de al lado. Hizo lo mismo que hacía con cinco años. Pedir que nos apoyáramos entre todos, que hiciéramos piña y que lo pasáramos bien. Luego, cogió una guitarra y se puso a cantar con su hijo, subió al escenario a toda su familia y a todo su equipo y nos dio las gracias por ser sus amigos.

Entre toda aquella gente, se encontraba la mitad de aquella clase del Colegio Estudio. Han pasado más de cuatro décadas y para nosotros Pepe sigue siendo el mejor amigo, aunque algunos sólo lo veamos dos o tres veces al año. Todos estamos orgullosos de su éxito, de su renombre y de sus estrellas Michelín, pero para nosotros Pepe no necesitaba ser el mejor cocinero del mundo. Perfectamente podría ser un tabernero pésimo y lo querríamos exactamente igual. Para nosotros, Pepe fue el que nos alegró la infancia y que siempre ha seguido ahí, a nuestro lado. Y para mí, Pepe Solla es el niño que un día, cuando yo tenía cinco años y estaba solo y aterrorizado, me quitó las ganas de desaparecer.

(Foto: Cris Andina)

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