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Los artistas catalanes en el Moulin de la Galette

El Moulin de la Galette
photo_camera El Moulin de la Galette

Uno de los puntales del mundillo y la tertulia de la taberna Els Quatre Gats fue Miquel Utrillo, un artista proteico –modernista primero, noucentista más tarde–, excursionista y viajero infatigable, escritor casi más que pintor, y bohemio en su juventud, aunque inclinado a la soledad y a la melancolía. Perteneció a una familia acomodada, vinculada a la ingeniería y al negocio de la imprenta. Fraguó una estrecha amistad con sus amigos en la época estudiantil –en la que se suelen forjar las amistades más sólidas– y después, en 1891, convivió con ellos en un apartamento parisino situado justamente encima del Moulin de la Galette. Allí fue donde realmente comenzó su íntima asociación. A Utrillo le gustaba mucho frecuentar también el cabaret Le Chat Noir.

Podían permitirse el lujo de acercarse a París –ciudad con la que los barceloneses estuvieron muy conectados durante varias décadas–, para zascandilear por Montmartre, viviendo a su aire, codeándose con gente inquieta y bebiendo absenta en sus bistrots. Tenían, así, la oportunidad de gozar de la libertad de costumbres, husmear el erotismo que exhalaban los cabarets, visitar museos y conocer el arte nuevo que se exhibía en las galerías. La experiencia viajera les permitió sacudirse el polvo de la dehesa que les parecía que impregnaba a la sociedad española en general y a su viejuno estamento cultural de manera particular, y que se superponía incluso como un manto polvoriento y mohoso sobre la epidermis de la vanguardista–pero en el fondo estrecha– Barcelona finisecular. Su aguda sensibilidad les hacía ver que la obra de los primitivos catalanes era hermosa, la arquitectura románica magnífica y la lengua catalana un tesoro que había que preservar. Por consiguiente, se adhirieron a la Renaixença cultural, pero al propio tiempo, Rusiñol y sus amigos eran lo bastante progresistas como para percatarse de la importancia de un acercamiento a la modernidad francesa como antídoto al retraso español. El grupo compuesto por jóvenes dinámicos y transgresores compartía la inquina al materialismo y a la mentalidad filistea y pedestre de la burguesía de la que procedían todos ellos. Su disposición de ánimo estaba francamente abierta a la innovación artística, pero, infortunadamente, tuvieron también sus limitaciones. A tenor de lo que sostiene John Richardson: "no comprendieron el fondo del arte moderno francés. Reaccionaron frente al impresionismo con asombro y frente a la mayoría de las experiencias posimpresionistas con alarma, y apostaron por lo seguro optando por el tímido clasicismo de Puvis de Chavannes y el monótono realismo de Raaëlli. Pese a sus buenas intenciones y a su contribución a la cultura catalana, Rusiñol y Casas acabaron debiendo demasiado a demasiados estilos distintos. Rusiñol viró erráticamente del realismo al intimismo y de éste al simbolismo, mientras Casas intentaba –sin éxito– conciliar el realismo social con su carrera como retratista de sociedad". Solo Pablo Picasso, que, durante un año y un poco más, se situó en esta onda modernista, fue el único que llevó a la plenitud su experiencia vanguardista.

No fue este el caso de Santiago Rusiñol, que se dedicó a muchas cosas, tal vez demasiadas: fue un artista plástico, por supuesto, pero también un poeta y escritor, un dinamizador cultural polifacético y un empresario con inquietudes sociales. Rusiñol expresaba sus afanes artísticos, con la pretensión de "vivir de lo extraordinario, de lo monstruoso; expresar el horror de la mente racional cuando contempla el abismo... discernir lo desconocido". La adicción a la morfi na complicó su vida, pero no le impidió desarrollar un fecundo trabajo polifacético y disponer de ánimos y energía mental suficiente como para esbozar algunos pinitos teóricos. En la inauguración de la tercera Festa Modernista, en 1894, perfilaba de este modo sus audaces objetivos: "...preferimos ser simbolistas y desequilibrados e incluso locos y decadentes, antes que ser calmados e insulsos... el sentido común nos ahoga; en nuestra tierra, la prudencia nos basta y nos sobra..." . Ahora bien, Richardson apunta que a pesar de tan desafiantes frases: "ni Rusiñol ni Casas ni ninguno de los pintores modernistas tenían la suficiente habilidad, originalidad o imaginación para vivir de acuerdo con ellas. Picasso sí".

El genio no ingresó nunca oficialmente en el movimiento, pero, desde 1897 y hasta su primer viaje a París, en el año 1899, buena parte de su obra se inspiró en la teorización de Rusiñol. Los cuadros más sugestivos de este artista son los referidos a su representación de la muerte y de la subyugación que provocaba el consumo de morfina (que él mismo padeció, y por la que se sometió a tratamiento). Parece claro que su visión de estos temas contribuyó a afianzar las mórbidas preocupaciones que agobiaban a Picasso por aquel entonces. Quizá más provechosa para la formación del pintor malagueño fue la obra de Ramón Casas, reconocido como más hábil, elegante y proteico. Fue él quien le hizo ver las posibilidades del retrato gráfi co. En cualquier caso, a lo largo de 1900, estos dos hombres ejercieron una infl uencia fundamental sobre Picasso: Rusiñol en su imaginación y Casas en su estilo. De hecho, estos dos artistas pueden considerarse el fundamento de las dos tendencias, una oscura y otra brillante, que se desarrollarían en la obra de Picasso: el mórbido pintor de género español preocupado por el lado oscuro de la existencia, frente al retratista virtuoso dispuesto a captar el espíritu de su círculo bohemio. La ambivalencia picassiana se corresponde con la ambigüedad modernista. De este dúplice influjo se fue liberando paulatinamente Picasso cuando llegó a París, en 1900, y sus ojos quedaron asombrados ante las novedosas obras plásticas que pudo contemplar.

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