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Las berlinesas podían, las españolas no

La entrada de las mujeres en los antiguos cafés históricos no fue una cosa fácil, de coser y cantar. Un regidor municipal madrileño manifestaba en un documento oficial, dado a conocer en 1814, que en los cafés españoles se acostumbraba a prohibir la entrada a las mujeres. Hasta 1825, en Madrid, las mujeres no podían acudir a los cafés ni siquiera acompañadas por sus maridos. La situación de veto no parece haber cambiado apenas hasta mediados de siglo. En efecto, en 1850, declaraba Pedro Felipe Monlau, en su obra Madrid en la mano, que: "Mucho hemos ganado, sin embargo, de 25 años á esta parte: ya puede uno ir al café con su señora, sin que nadie se escandalice".

En la segunda mitad del siglo XIX, existen algunos otros testimonios que dan cuenta de la mayor permeabilidad de los establecimientos cafeteros y de su público; por cierto, tantas veces erigido, con sus miradas reprobatorias, en juez sexista –con frecuencia, con una actitud más rigorista que la de los mismos dueños, encargados y autoridades municipales–, en relación con el sexo femenino. Ellas podían entrar, en los del centro de la capital (en los barrios y localidades de provincia este proceso se produjo con mayor lentitud), siempre y cuando lo hicieran en compañía de un varón: su marido, por supuesto, pero también podía ser con algún novio o amigo.

Tal como éramos - Xavier Castro
Mesonero Romanos. DP

En una de las interesantes pinturas del café nuevo de San Millán se muestra a un matrimonio burgués, elegantemente ataviado. A tenor de la descripción efectuada por un cliente, el célebre artista Gutiérrez Solana, el caballero está tomando un sorbete, en tanto que su mujer se dispone a dar cuenta de un mantecado, y "tiene la mano en que sujeta la cucharilla con el dedo meñique en alto, como el colmo de la distinción y elegancia". Por cierto, que este café fue pionero en registrar la presencia de mujeres, aunque no estaba céntrico (se hallaba en la calle San Millán), probablemente por su índole peculiar, toda vez que se encontraba ubicado cerca de un mercado importante. Acudía a este establecimiento un público muy heterogéneo y entre su variopinta clientela se encontraban algunas mujeres de la plaza, probablemente formando grupos, más bien, o en compañía de algún hombre.

Ahora bien, aunque efectivamente las damas podían entrar en los cafés del brazo de sus maridos, estos eran bastante renuentes a llevarlas consigo. Les solía apetecer muy poco sacarlas de casa. En esto iban muy por detrás de lo que acontecía en otros países, como por ejemplo Alemania. César González-Ruano, refiere en Mi medio siglo se confiesa a medias, que el periódico ABC le envió como corresponsal a Berlín en el año 1933.

Él había advertido a Juan Ignacio Luca de Tena que no sabía una palabra de alemán. "No importa, lo hará usted bien", le respondió. Este tipo de carencias en los enviados de prensa españoles al extranjero no eran algo infrecuente en la época. César, muy aficionado a las tertulias cafeteras españolas, todavía era un hombre joven (parece que tenía 29 años), tenía un buen bagaje cultural y estaba dotado de espíritu crítico y un agudo sentido de la observación. Cuando comenzó a familiarizarse con los cafés berlineses pudo, así, establecer enjundiosas comparaciones. Los establecimientos le parecieron "lujosos hasta la exageración. Apopléticos de dorados y ricas maderas".

Encontraba, además, que tenían "un tono familiar que casi conmueve". Le sorprende asimismo que era el clan familiar el que se echaba a la calle. "La malicia española guiña un ojo contemplando el buen alemán que trae la familia al café", cuando el madrileño no solía hacer tal cosa, considerando que el café era exclusivamente para disfrute de los hombres: "En Madrid, el buen burgués tipo no concibe la vida de sociedad con señoras, si ha de llevar la suya". Esta constatación le induce a hacer una reflexión sobre la mentalidad del ciudadano español en relación con esta relevante cuestión de las relaciones de género. En su opinión, el madrileño tiende a considerar como una enojosa pejiguera el compromiso, que algunas veces no puede evitar, de tener que salir por ahí con su señora esposa. Estas son las palabras que emplea para describir la actitud del ciudadano carpetovetónico: "Tiene de la mujer un concepto amable y peyorativo; sin embargo, y a la obligación, a veces imprescindible, de reunirse con ella en público, lo llama, lleno de fastidio, hacer visitas!".

Las chicas necesitaban tener a mano un novio o pretendiente para poder entrar con tranquilidad en un café

Las chicas necesitaban tener a mano un novio o pretendiente para poder entrar con tranquilidad en un café. En una de las escenas costumbristas matritenses –referida a mediados del siglo XIX– , del melifluo cronista Mesonero Romanos –bastantes de las cuales pecan de trivialidad y superficialidad– se narra la peripecia, punteada de "escenas grotescas", de unas chicas de pueblo ("paletas", en su lenguaje) que realizaban un periplo en compañía de dos jóvenes "cortesanos madrileños" –¡a saber con qué intenciones!– Refiere también que el grupo anduvo bastante tiempo por uno de los paseos que se consideraba en aquel entonces de buen tono: el del Prado (el otro era el Retiro). Cuando comenzaron a sentirse fatigados se detuvieron para descansar y tomar algo en un café. El cronista no tuvo empacho en satirizar –desde un antipático prisma clasista– la tosca manera de comportarse de las chicas y su modo de hablar, que tilda de penoso. Resultó, en efecto, que las jóvenes: "pidieron limón y leche, y luego chocolate con bollos; y habiendo querido obsequiar Carlitos á Feliciana con un queso helado, esta pidió al mozo un cuchillo para partirle. Pasaron después al teatro á ocupar un palco", donde las jóvenes bostezaron y se comportaron toscamente, avergonzando por lo visto a los pisaverdes. ¡Si es que dan mucha pena esos pobres chicos!

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