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En el café queríamos saber cómo iba usted

Fachada del Café Gijón. DP
photo_camera Fachada del Café Gijón. DP

En lo que se refiere a los cafés históricos, la fortuna del establecimiento estaba en relación directa con la eficiencia y amabilidad de los camareros. El personal de servicio era la pieza fundamental para el funcionamiento del establecimiento; de su presteza, buena disposición y cordialidad dependía en gran medida su éxito. Pero también resultaban relevantes estas mismas prendas, la capacidad, el talento, la experticia y el don de gentes del dueño del negocio, en especial cuando dirigía personalmente el local y campaba en él con su presencia.

La cordialidad del dueño o encargado de un café contribuían mucho a dotar de carácter y un agradable ambiente a un determinado establecimiento. Como refiere Mariano Tudela, los clientes bien recibidos, saludados tal vez por su nombre, agasajados mediante la efusividad del trato, o por algún detalle en la minuta de la comida, siquiera fuera de cuando en cuando: descontando por ejemplo el importe del café, que va "por cuenta de la casa", o mediante el obsequio de unos chupitos. Así atendidos, como vengo exponiendo, se sentían como en casa, si no mejor, y se encontraban en un ambiente acogedor, algunas veces incluso familiar. Cualidades de este jaez exhibió el dueño del café Derby de Vigo, en la década de 1930. También el propietario del Gijón, Benigno López, constituyó otro caso señero: tenía don de gentes y habilidad en el trato con la clientela. Vivió pocos años, después de la reforma, y hubo de sucederle su viuda, Encarnación, mujer solícita, amable, muy bien dispuesta y provista además de cualidades empresariales. Con tamañas virtudes, a ambos les fue bien, y de este modo, la continuadora pudo abrir, en 1928, un segundo establecimiento, el café de Recoletos, cerca ya de la Plaza de Cibeles. En el café Gijón al que he aludido, llegaba el camarero servicial con la bandeja de metal en la mano, y preguntaba: "¿Qué va a ser?". O puede que, tal vez, dijese: "¿Qué desea el caballero?". Estas expresiones formaban parte del repertorio del viejo estilo cortés de atención al cliente.

Como bien se sabe, pocas cosas resultaban más desalentadoras y provocaban mayor retraimiento del parroquiano que el camarero de triste estampa y aire sombrío, incapaz de saludar con algo de cordial efusividad o cuando menos de cortés urbanidad. Los camareros con buen talante estaban bien dispuestos a dar conversación a quienes notaban que la requerían, sin resultar intrusivos o irrespetuosos, algo muy estimado por quienes se hallaban fuera de su ciudad o quienes, aun estando en la suya, tuvieran alicaído el ánimo por la sombra aflictiva de la soledad no deseada. Los bármanes, con su intercambio de palabras, lograban que el cliente sintiera algo de compañía y una chispa de calor humano.

Bonet Correa apunta que no pocas veces los camareros, por supuesto, pero también algunos otros miembros del personal del local eran los amigos y compañeros, una especie de familia del escritor, que con su aire enfrascado los acompañaba en su cotidiana labor. Enrique, el botones del café Gijón, vestido con su chaquetilla blanca, visitó en cierta ocasión en su domicilio a González-Ruano -según este reporta en una de sus piezas periodísticas que pocos se perdían- por su condición de cliente habitual que a la sazón guardaba cama por enfermedad. El periodista lo manda pasar a su alcoba creyendo en principio que venía con algún recado, pero enseguida advirtió que en realidad acudía a interesarse por su salud. Se le ofreció para realizar el servicio que pudiera necesitar y le dijo con cariño cortés: "En el café queríamos saber cómo iba usted…". Ruano se conmueve por el hecho de que "el café, por medio de Enrique y Enrique en su propia representación preguntaban por mí". Declara que, de haber tenido otro patrimonio que no fueran sus preocupaciones, no dudaría en dejarle al botones una manda en su testamento.

Con el paso del tiempo, a fuerza de roce y buena voluntad, se llegaban a establecer lazos muy estrechos, de auténtico cariño. Una muestra de tales relaciones de afecto entre el camarero y los clientes ha quedado patente en la canción de Joaquín Sabina: El café de Nicanor, en la que el bueno del camarero, cuando se encontró de nuevo con un cliente habitual que hacía tiempo que no venía por el local, le saludó de esta guisa, según refiere la canción: "Le hemos echado de menos, me dijo el bueno del barman que me sirvió".

Los mejores camareros conocían a sus clientes habituales, sus nombres, preferencias y costumbres. Ha habido camareros memorables, de grandes dotes y personalidad. Verdadero carisma ha tenido uno del café Gijón, Pepe Bárcena, a quien Marcos Ordoñez dedicó todo un capítulo del libro Ronda del Gijón. Este profesional, y poeta por añadidura, entró a los dieciocho años en un establecimiento en donde es norma que los camareros no sirven, sino que atienden a sus ilustrados clientes.

Que había camareros que sabían más que lepe sobre su clientela lo pone en evidencia esta anécdota referida a Rafael Azcona, quien, por cierto, se hizo íntimo amigo de José Luis Berlanga con quien quedaba cada día en el Café Comercial para hacer volar sus historias. En Memorias de sobremesa, Ángel Sánchez Harguindey registró unas conversaciones entre Manuel Vicent y Rafael Azcona que son una delicia. Vicent cuenta que, al poco tiempo de residir en Madrid, entró en el Café Comercial y allí vio a Azcona. Se encontraba dormido, con una servilleta en la cabeza. Un camarero le dijo: "Mire, ese que está debajo de la servilleta es el gran escritor Rafael Azcona". Rafael solía quedarse frito en ese tipo de sitios. Marcos Ordóñez ha evocado cómo el Comercial fue la segunda casa de Azcona en una época en la que en los cafés y los cines se estaba mucho más a gusto que en el propio domicilio.

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