Es un hecho cierto que se ha escrito muy poco sobre el perfil social del camarero, un personaje muy presente en nuestras vidas, que ha solido saber escuchar, pero al que pocos han prestado atención, incluidos los historiadores.
Su retribución ha sido siempre notoriamente escasa. En los honorarios del barman, el montante que recibía al cabo del mes representaba una parte muy reducida de su salario total. La mayor cantidad de dinero provenía de la retribución que obtenía cada día, que solía concebirse en concepto de porcentaje sobre su rendimiento o productividad (lo que hubiera servido a los clientes en ese día).

Veamos esto en un caso ilustrativo: en la persona de un camarero cuyo desempeño tuvo lugar en el café Hércules, situado en calle Olmos, un céntrico establecimiento coruñés que disponía de dos salones y un patio. También de barra con taburetes. Este camarero -padre del informante- trabajó en dicho café entre los años 1934 y 1960. Su salario fijo, prácticamente simbólico, era escasísimo, no superaba las 60 pesetas mensuales, en el período 1948-49. La parte mollar venía dada por el salario que cobraba cada día, tras hacer las cuentas: le correspondía el 14’75% de lo que él particularmente despachara.
Una pauta similar parece haberse dado en esta profesión con carácter general. A guisa de ejemplo, existe constancia de que, en el año 1929, el salario oficial de un camarero madrileño suponía -según las estadísticas oficiales- la ridícula cantidad de 1’50 pesetas diarias. Tengamos en cuenta que una costurera percibía diariamente, en este mismo año, 8’60 pesetas, y un ebanista, 13 pesetas. En el caso de los bármanes, constituye una obviedad que la importancia de otros conceptos, como el apuntado rendimiento cotidiano, y el monto de las propinas, resultaba decisivos, puesto que constituían una parte de su salario nada desdeñable. El camarero coruñés, cada día obtenía propinas que recibía personalmente y se guardaba para él, puesto que en el local no existía un bote común.
El régimen retributivo descrito -que no se daba siempre del mismo modo, ni en todos los casos- obraba como un claro incentivo del rendimiento económico en su particular desempeño profesional. Pero por si esto no fuera estímulo suficiente, tras el mostrador se hallaba el jefe -dueño o encargado- para avivar su energía y despabilarlo, de modo que acrecentara su productividad. A título de ejemplo, podemos reparar en como doña Rosa, que regentaba el café descrito en La colmena, de Camilo José Cela, presionaba a los camareros para obtener el máximo rendimiento de las mesas.
De añadidura, el citado barman vendía a los clientes tabaco rubio de contrabando que al informante le parece recordar que era Chester. Se hizo amigo de unos pescadores a través de los que aprendió a practicar ciertas artes pesqueras, se compró un bote y, en su tiempo libre, salía a pescar: con no poco éxito, pues su hijo confiesa que los miembros de su familia estaban hartos de las especies que habitualmente llevaba a su casa: singularmente el congrio. También regalaba pescado a los vecinos, pero se abstenía de venderlo.
Cada día llevaba este importe a su casa, con lo que su mujer tenía que hacer encaje de bolillos para administrar la economía familiar y pagar las facturas relevantes que le sobrevenían, y que afectaban a consumos mensuales. De vez en cuando, la mujer del camarero se veía apurada y enviaba a un hijo, de los cuatro que tenía, a pedir dinero a su padre en el café para poder afrontar algún pago urgente. Durante muchos años, fue particularmente duro para la esposa del camarero el período del año en que Franco veraneaba en la ciudad, a la que acudía con su corte. Eran aproximadamente dos meses. Ella notaba que esta animación -que constituía un reclamo para un cierto turismo- provocaba una subida de precios en la plaza de abastos coruñesa. También aumentaba la clientela de la prostitución de lujo, completamente tolerada por la policía a la sazón.
Como hemos visto, el camarero trataba de espabilar todo lo que podía. Es sabido que los porteros, carteros y otros profesionales solicitaban, a veces por medio de unas tarjetas, un aguinaldo navideño. Pero no lo es tanto que también los camareros repartían entre los clientes tarjetas de felicitación con idéntico propósito.
Antoni Martí apunta que tenían que andarse con mucho tiento, especialmente con la práctica del fiado -muy usual hace no muchas décadas- a la que recurrían los clientes en épocas de vacas flacas. La cosa es que los camareros fueron durante mucho tiempo responsables del cobro, que se les descontaba de su sueldo, si se fiaba a alguien y el pago no se hacía efectivo.
Con sus preocupaciones a cuestas, el camarero del café Hércules comía siempre en su casa, pero a distintas horas, en función de la variación de los turnos: solía almorzar un día a las 13 horas -antes que la familia-, y al siguiente, sobre las 14, -en compañía de su mujer e hijos-.
Los cafés distinguidos del centro de la ciudad, en los que la consumición es más cara, solían tener un personal más escogido, y cabe suponer que mejor pagado, más cortés, con indumentaria cuidada -por lo común con uniformes-, etc. La penuria retributiva explica la desmotivación que han debido constatar no pocas veces los clientes. Se ponía esto de manifiesto de forma más evidente en los cafés de medio pelo, situados en los barrios apartado o en localidades pequeñas. González-Ruano tuvo ocasión de constatar con enojo, en el café de una ciudad de provincias, que el camarero mal rasurado atiende, desganado, llevando detrás de la oreja un pitillo apagado por la mitad; al acercarse al cliente pasa una bayeta sucia por el velador y pregunta con un gesto, sin molestarse siquiera en saludar. Todo un poema.