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El cerillero del Café Gijón

EL TABACO ha sido siempre un monopolio. Solo se podía adquirir en los estancos, que eran una concesión que se solía hacer a las viudas, sobre todo de militares, o a las mujeres que formaban parte de una clientela caciquil. Pero siempre ha habido personas que lo vendían de tapadillo en algún puestecillo callejero o quiosco de portal. En muchos cafés -en particular en los de cierto porte- los fumadores que se quedaban sin tabaco solían tener la posibilidad de adquirirlo recurriendo al cerillero, que tenía instalado un tinglado en el pasillo o bien en algún rincón del café. Ahora bien, si no había tan valorado servicio, solía existir la posibilidad de solicitar el tabaco en la barra, lo cual se fue generalizando a partir de las últimas décadas del siglo XX, al tiempo que fueron haciendo acto de presencia las máquinas expendedoras, que dieron el golpe de gracia al ofi cio de cerillero, ya muy en declive.

El Café Gijón de Madrid. EFE
El Café Gijón de Madrid. EFE

Como he apuntado, en los cafés históricos se solía recurrir al cerillero, quien con más o menos disimulo, lo vendía en cajetillas o por suelto, a la par que cerillas y piedras para mecheros, que antaño eran de gasolina (más tardíamente de gas) o bien folclóricos chisqueros. La fi gura del cerillero era un clásico, como señala Antonio Bonet, al mencionar las distintas secciones en que se distribuía el personal: el encargado, los camareros, el cerillero, el botones del café y, en algunos casos, la señora del lavabo, y ya, sin constar en nómina, pero como de la familia, el limpiabotas y quizás algún que otro recadero que merodeaba por las proximidades dispuesto siempre a servir a los clientes.

Gómez de la Serna recordaba que el Nuevo Café de Levante tenía cuatro puertas. En ese juego de postigos se atrincheraba un cerillero y vendedor de periódicos "con armario y todo".

César González Ruano – "el de la uña grimosa", como lo caracterizaba el irreverente Jesús Pardo, en sus memorias- fue un personaje contradictorio: periodista de café, ciertamente turbio en su etapa parisina -como denuncia Haro Tecglen-, pero también un hombre afectuoso, bien avenido con el franquismo, pero liberal de talante. Fue un fumador empedernido y recurrió en numerosas ocasiones a los servicios del cerillero. Ruano revela que esta fi gura ha sido un clásico en los cafés, como se puede apreciar en esta descripción de uno de ellos, que fue todo un referente cuando redacta esto, frisando el año 1950: "El Comercial es un viejo café posromántico, todavía con divanes de peluche y grandes espejos, escalera metálica de caracol, cerillero a la antigua y camareros clásicos".

Se cuenta que fue, en la década de 1940, cuando las tertulias del Café Gijón adquirieron fama más allá del distrito madrileño. En aquella España, precaria y gris, funcionaba el fi ado y sorprendentemente también el préstamo a pequeña escala; el microcrédito, como se denominaría en nuestros azacaneados días. Pues bien, curiosamente, según el testimonio de Mariano Tudela, era el cerillero del café Gijón quien prestaba donosamente modestas cantidades de dinero, cinco, quince, veinte duros, sin incurrir por ventura en el ejercicio recusable de la usura. El veterano cerillero del Gijón, Alfonso, fue todo un personaje, un ser entrañable que muchos antiguos clientes recuerdan con cariño. Era el banquero de muchos de ellos, algunos de los cuales le de volvían el préstamo, aunque había también desvergonzados que le dejaban el pufo. En estos duros años, dado el empobrecimiento general de la clientela, la práctica del fi ado estaba a la orden del día en muchos establecimientos, como en el célebre café de Recoletos. Los aplicados camareros llevaban unos cuadernillos donde anotaban puntualmente los débitos de los parroquianos, que podían consistir en siete, nueve, doce o más cafés. Las deudas debían ser cumplidamente saldadas a fi n de mes.

Los cerilleros facilitaban las cosas y así los hombres fumaban sin parar. La urbanidad era francamente menguada y los ceniceros parecían estar de adorno. Aunque no resultaba perjudicial para la salud, como el humo, las colillas que se arrojaban al suelo representaban también un problema de higiene, amén de inmundicia y sordidez estética. Aumentaban el desastre de las cáscaras de gambas y manises contra lo que despotricaba Ian Gibson. Los clientes del café tiraban con la mayor despreocupación las colillas de cigarrillos al suelo. Como no iban a hacerlo, si hasta las arrojaban en sus propias casas o pensiones. Se puede apreciar en este pasaje de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester: "Después de cenar, Juan dijo que no le apetecía salir. Se metió en su cuarto [en la pensión] y entreabrió la ventana. (…) Al poco tiempo entró la criada a decirle que el señor Gay le esperaba.

-Que pase aquí. Gay se sentó al borde de la cama y sacó tabaco. Juan le leyó sus poemas en gallego. Le interrumpió una llamada en la puerta.

Entró la criada. -La señorita dice que, si no se ha acostado, que vaya a verla. A Gay le resplandecieron los ojos. Arrojó el cigarrillo a un rincón".

Así eran las cosas. La preocupación higiénica no daba para más. De modo que papeles y colillas, muchas colillas, se enseñoreaban por los suelos de los cafés, incluso en los más céntricos y elegantes. Y no eran ellas las únicas que se hallaban salpicadas por el salón y concentradas en el borde de la barra. El catálogo se completaba con palillos, restos de tapas, conchas de moluscos (mejillones y berberechos) o crustáceos (sobre todo gambas) serrín, etc. Así describía González-Ruano el ambiente de un café madrileño la hora prima: "Hace poco que han barrido y no hay papeles ni colillas en el suelo". Como se ve, era mejor ir al café a esa hora temprana.

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