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Comer en el Camino de Santiago

La indumentaria tradicional del peregrino incluye la calabaza en la que conservar el vino o el agua. EP-ARCHIVO
photo_camera La indumentaria tradicional del peregrino incluye la calabaza en la que conservar el vino o el agua. EP-ARCHIVO

Pocas dudas caben de que la caridad ha desempeñado un papel fundamental en el sustento de quienes emprendían la sagrada peregrinatio a Santiago. La ayuda general, que incluía la hospitalidad, se entendía como un corolario de la piedad evangélica ínsita en la religiosidad cristiana. Se estableció de este modo una red asistencial permanente, compuesta por diversas instituciones creadas ad hoc. Clero secular, frailes, reyes, nobles y caballeros de diversas órdenes, todos ellos asumieron esta actitud caritativa que se propagó también entre la gente corriente. El viajero que recorría la ruta de piedad y oración que era el camino jacobeo debía ser tratado por todos ellos con caridad cristiana, como si fuera Jesucristo en persona, a quien de hecho se representa como peregrino en diversas obras artísticas, como, por vía de ejemplo, en el admirable relieve románico del claustro de Silos. 

Los caminantes próceres, no hay duda que tenían sus ventajas: el obispo de Compostela obsequió a Ilsung a su llegada con seis pares de faisanes y capones. Pero la mayoría eran pobres, de manera que poca gastronomía se podían permitir. Se mantenían esencialmente con una culinaria de restitución, al modo de la gallofa (menestra o ensalada), que les ofrecía la hospitalidad de los monasterios e iglesias de los Caminos. Mas no debía resultar muy fácil para los frailes discernir los peregrinos auténticos de los pícaros que simulaban serlo, para tener acceso a la pitanza ofrecida por la Iglesia. Varios diarios de los siglos XVII y XVIII desenmascaran el apicaramiento en esta época de muchos peregrinos jacobeos, reales o supuestos. Había pobres, gentes marginales sin medio de vida, que se disfrazaban de peregrinos para aprovecharse de la hospitalidad y de la caridad de las buenas gentes de las villas y ciudades, de los conventos y hospitales del Camino de Santiago. Y no solo eso, había también, confundidos con ellos, vagos, embaucadores y criminales peligrosos. Eran los denominados gallofos. Además, algunos peregrinos aprovechados trataban de apurar todo lo posible su estancia en hospitales y alberguerías, lo que indujo a e estas instituciones a limitar el tiempo de permanencia en ellas. 

El clero practicaba la caridad e instaba a los fi eles a su ejercicio, advirtiendo en ocasiones del riesgo que podría correr quien negase a un peregrino la hospitalidad o "un bien de caridad". Se solían invocar para la ocasión las palabras evangélicas, referidas a Jesucristo, en las que se señalaba que: "El que reciba a vosotros, me recibe a mí". Además, entre las distintas Obras de Misericordia —en las que se hacía preceptiva la obligación de dar de comer al hambriento, visitar al enfermo y sepultar a los muertos, entre otras—, había una que recordaba específicamente el deber de: "Dar albergue al peregrino". El Códice Calixtino reitera sus amonestaciones en este sentido, y las ilustra con cumplidos casos en los que salen escarmentadas personas remisas al ejercicio de la dádiva. 

No debía resultar muy fácil para los frailes discernir los peregrinos auténticos de los pícaros que simulaban serlo, para tener acceso a la pitanza ofrecida por la Iglesia

A estas amenazas se sumaba el temor de padecer el enfado y la maldición de los propios peregrinos, como plasma Valle-Inclán en su obra Flor de Santidad: hallamos en ella a un peregrino de pobladas barbas y greñas lacias que agitaba el viento, el cual, situado ante el portalón de una venta, salmodiaba lo siguiente: —"Buenas almas del señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!". La correosa dueña de la venta, con un sentido muy resfriado de la compasión, lo despachó sin contemplaciones diciéndole: —"Vaya con Dios, hermano!". Cerró tras de sí la puerta y el peregrino hubo de alejarse musitando y golpeando las piedras con el cueto de su bordón. Mas, "De pronto volvióse, y rastreando un puñado de tierra la arrojó a la venta. Erguido en medio del sendero, con la voz apasionada y sorda de los anatemas, clamó: —¡Permita Dios que una peste cierre para siempre esa casa sin caridad! ¡Que los brazados de ortigas crezcan en la puerta! ¡Que los lagartos anden por las ventanas a tomar el sol!". La maldición hizo su efecto, y a partir de entonces las ovejas del rebaño de la dueña, inexplicablemente, comenzaron a perecer. 

También tenían que beber. El Códice Calixtino menciona las buenas aguas que los peregrinos podían beber en algunas de las varias localidades del Camino. Pero no cabe duda que el vino era el auténtico carburante de la peregrinación: con vino se anda el camino. La hospitalidad tradicional estaba estrechamente asociada con el vino. Era la bebida de bienvenida para vecinos, allegados y huéspedes. Y también peregrinos. En el Camino de Santiago no fueron pocos los que han ofrecido vino a los peregrinos que llamaran a la puerta de cualquier casa de las muchas desperdigadas a lo largo del trayecto, aunque lo estrictamente preceptivo era darles cuando menos agua, atendiendo probablemente a la circunstancia de que no todo el mundo tenía la posibilidad de dar gratuitamente un bien escaso. Desde luego las órdenes religiosas, que solían tener buena provisiones de caldos, ofrecían regularmente vino a los caminantes piadosos. 

Atada al bordón, los peregrinos solían llevar una pequeña calabaza en la que guardaban la ración diaria de agua o vino que les daban, por caridad, en los hospitales y monasterios situados en la ruta del Camino de Santiago. Ahora bien, las calabazas había que taponarlas. La invención del corcho guarda relación con el Camino. Dom Piérrre Perignon, monje benedictino francés, cuando peregrinó a Compostela, a comienzos del siglo XVIII, observó que muchos romeros tapaban con corchos sus vasijas a modo de cantimploras. El método le pareció idóneo para tapar las botellas de vidrio del champagne.

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