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¿Dónde tienen los franceses un Galdós?

La librería de Fernando Fe señalada con una flecha roja en una tarjeta postal publicada por Librería de A. Sánchez. ATACAMACULTURA.BLOGSPOT.COM
photo_camera La librería de Fernando Fe señalada con una flecha roja en una tarjeta postal publicada por Librería de A. Sánchez. ATACAMACULTURA.BLOGSPOT.COM

Enrique Gómez Carrillo levantó acta notarial del ambiente que reinaba en la sociedad literaria madrileña, de lo que da cuenta en sus memorias. Lo hace con talento y un estilo que no desmerece del que hace gala el celebrado Chaves Nogales. En La miseria de Madrid, refiere que, en el año 1891, había en la casa de huéspedes en que residía, situada en la Puerta del Sol, algunos señores para los cuales el mundo se componía de Cánovas, Sagasta, Castelar, Zorrilla, Frascuelo, Lagartijo, Pérez Galdós y Mariano de Cavia (a quien Camba criticaba acerbamente por sus borracheras).

El cronista fue advirtiendo que, en los comentarios de sus compañeros de pitanza del cocido, los elogios a sus ídolos llevaban siempre aparejadas críticas, de acendrado espíritu patriótico, a los literatos de allende los Pirineos. Este era el género de apreciaciones que solía escuchar Carrillo: "¿Dónde tienen los franceses un Galdós, hombre, ni un Cavia, ni un Zorrilla!" Después de lo cual el segundo, con calma filosófica, agregaba: "Si lo que pasa, señores, es que nosotros no somos como los extranjeros, que con cualquier cosa que tienen se dan un postín que les hace creerse lo mejor del mundo...". El prócer señalaba un responsable: "Los periódicos han dado ahora en elogiar a Emilio Zola, por ejemplo, y nosotros mismos le ayudamos a subir, sin acordarnos de que aquí hay un Pereda que deja chiquitos a todos los Zola de París... Nosotros lo único que necesitamos es no ser modestos y darnos un poco de pisto".

Este prejuicio de exaltación desmesurada de lo propio era prácticamente idéntico al que aquejó a innumerables emigrantes y exiliados en Francia, años después. Se entregaban estos con verdadera fruición a una actitud comparatista, que infravaloraba lo ajeno, en la que los productos y los talentos hispánicos aparecían muy por encima de los franceses, como refiere Juan Goytisolo en Señas de identidad: Se reunían entre españoles, en el vetusto local de madame Berger e intercambiar allí, "ante una taza de infecto café francés" sus opiniones marcadamente chauvinistas. Ninguno citaba ya con juvenil euforia los nombres de Baudelaire y Rimbaud y desvelaban a los ingenuos los orígenes claramente teutónicos de la moderna filosofía francesa o la influencia decisiva de la música de Wagner sobre la obra de Claude Debussy. Apostrofaban, además, "la mala embocadura y baja graduación de unos vinos encabezados merced a la masiva importación de Prioratos y Riojas y el pésimo sabor y desagradable artificiosidad de la tan injustamente traída y celebrada cocina y, tras evocar nostálgicamente el queso de Roncales, el lacón con grelos y el chorizo de Cantimpalos, decretar, con unanimidad insólita entre españoles, que agua pura y fresca y restauradora como la de Guadarrama no había, pero que no señores, ninguna otra en el mundo".

Este prejuicio de exaltación desmesurada de lo propio era prácticamente idéntico al que aquejó a innumerables emigrantes y exiliados en Francia, años después. Se entregaban estos con verdadera fruición a una actitud comparatista, que infravaloraba lo ajeno, en la que los productos y los talentos hispánicos aparecían muy por encima de los franceses

Volviendo a Gómez Carrillo, este señalaba que: "los tres mosqueteros del nacionalismo reíanse de mí con risas desdeñosas" y, con una actitud muy paternalista, le invitaban a cambiar su punto de vista: "Lo que le pierde a usted es su ofuscación por lo francés... Ya lo notará usted más tarde, cuando se dé cuenta de lo corrompido que es ese pueblo en plena decadencia, incapaz de levantarse, por falta de religión, de moral y de energía".

Carrillo tenía la impresión de que aquellos polemistas eran seres bizarros, pertenecientes tal vez a la casposa casta burocrática, pero no tardó en comprobar lo equivocado que estaba: "¡Cuál no fue mi sorpresa al enterarme una noche, después de un debate tempestuoso, de que uno de ellos era diputado, otro catedrático y el tercero redactor de El Imparcial!... Se necesita tener mala suerte –me dije a mí mismo– para tropezar con los únicos personajes grotescos e ignorantes de la Prensa, de la Universidad y del Parlamento. Porque, en mi inocencia, yo creía entonces que, para enseñar, para legislar, para escribir, necesitábase en España, como en el resto del universo civilizado, alguna cultura y alguna inteligencia".

Conforme fue pasando el tiempo, tuvo ocasión de conocer diferentes ambientes y tertulias, alternando con la elite de la política y la literatura madrileñas y así pudo percatarse de que la pauta del chauvinismo cultural se hallaba mucho más extendida de que lo que había supuesto: "Luego, ¡ay!, fui conociendo gente fuera de mi casa de huéspedes y la rosa de mis ilusiones adolescentes se deshojó poco a poco. ¡Aquellos señores literatos y artistas de las tertulias de Fornos!... ¡Aquellos jóvenes estudiosos del Ateneo!... ¡Aquellos patriarcas de la tertulia de Fernando Fe!... ¡Aquellos discutidores políticos del Suizo!... Tratándolos, se agravaba, día por día, mi nostalgia del barrio Latino, en el cual los bohemios, sin las pequeñas vanidades y las bajas envidias de los literatos madrileños, cultivaban un noble ideal de arte, de belleza, de originalidad". Como podemos advertir, el autor idealizaba notablemente la excelencia artística y las cualidades morales de la bohemia literaria parisina, que también tenía sus miserias y envidiejas, inevitablemente. Es probable que también haya un punto de exageración en su testimonio relacionado con las actitudes y la mentalidad de los letraheridos y culturetas de la capital. Pero, en mi opinión, sus comentarios a pie de obra contienen un fondo de verdad cuando revelan y denuestan la epidemia –o quizás pandemia– de nacionalismo cultural, por más señas, galo fóbico, que reinaba en los mentideros y tertulias de los viejos cafés. En los años veinte y treinta, la mentalidad fue cambiando, en particular la de los escritores que viajaban. Algunos, como José Bergamín, reconocían su admiración por la cultura francesa, opinando que en ella era posible leer a la carta, en tanto que en nuestro país había que conformarse con el menú del día.

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