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Intrusas

Los varones de mentalidad atávica simplemente no concebían que las mujeres quisieran sacar los pies del plato: el que les correspondía, en sus hogares y poco más
Eugenio Portada
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Las mujeres fueron dejándose ver en los cafés, ateneos y otros espacios de sociabilidad, recreativa o laboral, con grandes dificultades, teniendo que orillar obstáculos y vencer o esquivar enconadas resistencias. Cuesta creer los rechazos que tuvieron que soportar y las descalificaciones y ninguneos a los que tuvieron que hacer frente. Es un hecho que formaban legión los hombres que detestaban tener que soportar su competencia, cuando se encontraban con que ellas también aspiraban a las mismas becas o puestos de trabajo apetecidos por ellos. Tampoco parecía agradarles su compañía en cafés u oficinas porque les creaba cierta tensión, los descolocaba, induciéndoles a modificar su forma de comportarse, haciéndola menos natural, artificiosa, punteada de envanecimiento, todo para tratar de quedar bien ante ellas; no pocas veces se sentían asimismo empujados a adoptar actitudes de presunción, queriendo impresionarlas y en algunos casos seducirlas. La tradicional separación entre los sexos, hacía que el trato con las mujeres fuese superficial, rugoso, y la comunicación, difícil, incómoda. Les parecían seres de otra mentalidad, de otro mundo en cierta forma. Resultaba insólito que se entablara una amistad íntima que comportara el goce de la confidencia. Los varones de mentalidad atávica simplemente no concebían que las mujeres quisieran sacar los pies del plato: el que les correspondía, en sus hogares y poco más. Pero asimismo entre los más liberales estaba muy extendida la creencia de que, en el fondo, eran un incordio y se confesaban, cuando estaban así en confianza, entre tíos, que se encontraban mucho más a sus anchas entre ellos solos, sin la presencia del "enemigo", con los de su mismo pelaje, en suma.

El testimonio de Antonio Díaz Cañabate nos ofrece un ejemplo icónico de esta actitud. Este abogado, crítico taurino y autor teatral declaraba que: "La asistencia de señoras perturba y falsifica una tertulia; se acciona, aunque no se quiera, infl uido por la presencia femenina, despertadora siempre de la peor de las vanidades: la del sexo: Y esto es siempre fatigoso".

Con esta mentalidad a cuestas, resulta completamente lógica su sintonía con la actitud tremendamente refractaria de su admirado amigo, líder tertuliano y pope de la cultura -en cuya cumbre fue uno de los que más cortaron el bacalao-, José María de Cossío. Resultaba que el pope de la tertulia se oponía beligerantemente a la presencia de las mujeres en el ámbito de la cultura. De hecho, su enconada actitud provocó una silente batalla cultural motivada por desavenencias de género: "José María no es partidario de esta promiscuidad de sexos. En las reuniones de la Academia Musa Musae, de la que fue alma, con cargo de secretario, que el año pasado (1939) celebró reuniones de gentes de letras para escuchar la lectura por sus autores de poesías y ensayos en prosa, prohibió terminantemente la entrada de señoras, con grave ofensa por parte de éstas, que usaron de toda su mucha influencia para contra venir la orden, sin resultado positivo".

Para mantener con éxito este comportamiento obstinado y recalcitrante en defensa de su postura sexista, hubo de tenérselas tiesas con una dama infl uyente. Lo cuenta Díaz-Cañabate, con un deje de admiración: "Incluso supo José María mantenerse con la señora de un entonces ministro y literato, protector valioso de Musa Musae. Por cierto, que, enterado del litigio, el filósofo Eugenio D’Ors, compañero tertuliano de Cañabate, bromeó sobre la cuestión dando la impresión de que concordaba con la actitud del gerifalte José María de Cossío, a quien le comentó en tono burlón: "Le advierto a usted, Cossío, que cualquier día de sesión ve usted entrar, disfrazada con un mono, como si fuera el operario del aparato de proyecciones, a la condesa de...".

Cuando sus maridos las llevaban a las tertulias, muchas de ellas -las más lúcidas- eran perfectamente conscientes de que su presencia no era bien recibida. Notaban los recelos que había en el ambiente. Veamos un caso mencionado por Cossío en que se pone esto de manifi esto: "María Teresa Pickman, dama sevillana, no es la primera vez que viene a la tertulia; ya estuvo el invierno pasado en Kutz, acompañada del matrimonio Belmonte. Esta noche viene con Sebastián Miranda. Entra diciendo con su ceceo trianero:

—¡José María, ya sé que vengo a molestar! ¡Una mujer molesta siempre en una tertulia de hombres!.

Fumadora incansable, saca su cajetilla de ochenta y cinco —no hay otra cosa—, la deja encima de la mesa y fuma pitillo tras pitillo, confeccionándolos con suma destreza".

Algo de nerviosismo debería de haber en ese modo compulsivo de fumar por parte de la dama. Ahora bien, a medida que se fue relajando, tras haber expresado paladinamente su situación de intrusa, y quizá liberada de la agobiante sensación de hallarse donde no debía, en medio de tantos hombres, seguramente le harían gracia, e incluso se reiría, con las anécdotas que tuvo ocasión de escuchar a propósito del pintoresco poeta, bohemio y hampón Pedro Luis de Gálvez (a quien retrata con acierto Juan Manuel de Prada en Las máscaras del héroe). Uno de los tertulianos contó, en efecto, que: "Tenía anotada la lista de teléfonos. Fulano de Tal, da dos duros; Fulano, tres pesetas; Mengano, cincuenta céntimos; Perengano, no da más que la ropa". Prestamente, engarzó esto con otro relato el mariscal de la tertulia, José María de Cossío: "En una ocasión enfermó gravemente; sus familiares consiguieron que se confesara. El sacerdote, al salir de la alcoba, se dirigió a los que allí había, y les dijo: "¿Pero qué clase de moribundo es éste, que después de darle la absolución me ha pedido quince pesetas?". Y es que: ¡Hay cada uno!

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