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Julio Camba y la masonería gallega

Portada del libro de Julio Camba 'La ciudad automática'. DP
photo_camera Portada del libro de Julio Camba 'La ciudad automática'. DP

Julio Camba vivió algún tiempo en Buenos Aires, donde hizo sus primeras armas en el periodismo vinculado a la corriente anarquista porteña. Había huido de su casa en Vilanova, a los quince años, cansado de trabajar en las boticas de Lisardo Barreiro, en Vilagarcía, y de Pedro Catalá, en Marín. Ya por entonces comenzó a significarse como una persona singular: fue el primer emigrante español que logró la proeza de realizar el viaje trasatlántico gratuitamente: tanto el de ida, porque embarcó como polizón, como el de vuelta, puesto que retornó expulsado por el gobierno argentino, que pagó su billete.

Portada del libro de Julio Camba 'La ciudad automática'. DPLlegó a Madrid, en el año 1903, tras un viaje en tren incomodísimo -usualmente duraba cerca de veintidós horas-, que comparó en dureza con el trayecto en barco hasta Buenos Aires, con la agravante, para más inri, de que el precio de ambos venía a resultar semejante. Por todo ello, no le extrañaba que sus paisanos orientaran su proyecto migratorio primordialmente hacia ultramar en vez de dirigirse a la capital del país. No tardó en comenzar a trabajar en Tierra y Libertad, órgano inspirado por el líder libertario Federico Urales, pero pronto fundó su propio periódico, El Rebelde, iniciando así una larga y brillante trayectoria a caballo entre el periodismo y la literatura. De este modo, Camba llegó a situarse en la selecta nómina de los periodistas más recordados por la excelencia de su obra: Gaziel, Josep Pla, Chaves Nogales, Mariano de Cavia, González-Ruano, Josefina Carabias y Carmen de Burgos (Colombine). Pero para abrirse camino y llegar a figurar en esta pléyade, tuvo que trabajar con gran ahínco en aquellos años juveniles. Su talento fue su arma decisiva para alzarse sobre una peana en el áspero mundo de la prensa, pero en sus comienzos no le quedó más remedio que abrirse camino poniendo en su labor mucho empeño y laboriosidad. La reputación de vago, su fama de que solo se decidía a escribir sus artículos cuando la necesidad lo apremiaba, no se le puede atribuir en justicia en su primera etapa.

Además, como había hecho Valle-Inclán, también Camba llevó a cabo traducciones de obras de literatura francesa, sin conocer bien el idioma. Trabajo alimenticio - escasamente retribuido- muy frecuente en un tiempo en que apenas se valoraba la importancia que revisten las traducciones buenas y solventes para un sistema cultural. Criticaba esta ligereza -no sin cierta acritud- la muy competente Emilia Pardo Bazán, también traductora y más consciente de esta problemática: la escritora coruñesa detestaba la “albañilería basta” que solía perjudicar dicho empeño intelectual en España. El autor de Millones al horno también perpetró traducciones de propaganda anarquista para la Editora Moderna, que dirigía Francisco Ferrer i Guardia. Se las había propuesto el anarquista Mateo Morral, quien después atentaría contra Alfonso XIII, el día de su boda con Victoria Eugenia, en 1906. Trabó conocimiento con dicho personaje en el Café Oriental de la Puerta del Sol, donde se lo presentó Pío Baroja, un par de años antes. A pesar de que los dos mantuvieron una cierta amistad y Camba le sirvió de guía en alguna ocasión por las calles de la capital, no acabaron de congeniar, por la notable discordancia de temperamentos, jovial y desenfadado el de Camba, grave y muy serio el de Morral.

Mantuvo amistad con Josep Pla, con quien tuvo un amigo común: Eugeni Xammar. Realmente, tenía muchos amigos en Madrid y en cuantas plazas residió. Cuando falleció uno de ellos, confesó en un artículo que se sentía muy apenado porque para él los amigos lo eran todo. En Madrid, trató mucho al caricaturista y bohemio Bagaría, al escultor Juan Cristóbal, a Sebastián Miranda, Juan Belmonte, Luis Calvo y a Javier Bueno.

Su talento fue su arma decisiva para alzarse sobre una peana en el áspero mundo de la prensa, pero en sus comienzos no le quedó más remedio que abrirse camino poniendo en su labor mucho empeño y laboriosidad

En una sociedad como la española, en la que las relaciones laborales han estado siempre marcadas por el parentesco y el amiguismo -también ha desempeñado un notable papel la identidad de pertenencia-, resulta obvio que la red social de conocidos que fue capaz de tejer le sirvió de gran ayuda para obtener corresponsalías y encargos de colaboración en la prensa.

Sin necesidad de dar tres cuartos al pregonero, muchos eran sabedores de que en Madrid operaba, por aquel entonces, la denominada “masonería gallega”, compuesta por personalidades influyentes en las redacciones y los ambientes literarios: Emilia Pardo Bazán, Valle-Inclán, Prudencio Canitrot, Camilo Bargiela, Alfredo Vicenti (director de El Liberal), y a la que no tardaría en incorporarse otro puntal: Wenceslao Fernández Flórez.

El humildoso hermano de Julio -que respondía por Francisco, como nombre de pila, y tenía reputación de pacato-, había conseguido, en poco tiempo, un reconocimiento muy notable en la sociedad literaria de entonces. El políglota e incansable traductor, Cansinos-Asséns, rebatía y tildaba de envidiosos a quienes achacaban su éxito en las letras al apoyo de “la masonería gallega”. El respaldo de amigos y coterráneos pudo haber ayudado a ambos hermanos -y Julio ha admitido tal cosa, en alguna medida-, pero está claro que el factor decisivo no fue ese, sino su inteligencia. Además, los dos escritores poseían juvenil prestancia. Emilio Carrere apunta en una crónica que había visto a los hermanos Camba en el café Fornos, en la primera década del siglo XX, con sus melenas largas “bajo las haldas de sus chapeos”. Por cierto, que también estaba por una de aquellas mesas el legendario bohemio Alejandro Sawa, con su perro y su pipa y “su facha de vencedor… tan deshecho”. Julio -añade Cansinos- lucía en su mocedad un aire de anarquista aristocrático, con el que epataba a los incautos, con su chalina de colorines y sus frases refl exivas, pronunciadas despaciosamente, que parecían llevar prendido un deje de ironía. ¡Todo un carácter! 

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