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Julio Camba, un pajarraco muy raro

Julio Camba en una imagen extraída del libro 'Julio Camba. El solitario del Palace', de Pedro Ignacio López García
photo_camera Julio Camba en una imagen extraída del libro 'Julio Camba. El solitario del Palace', de Pedro Ignacio López García

Josep Pla y Julio Camba fueron dos gigantes de la literatura y la crónica periodística. Sin embargo, Pla declaraba que nunca había visto a su amigo Camba leyendo periódicos. Curiosamente, él mismo reconocía, en sus Dietarios, que él tampoco fue muy dado a leerlos. Apunta, asimismo, que: "Camba se enorgullecía de haber leído poco, pero añadía que para ser escritor había leído demasiado". Al parecer, temía sentirse influenciado por lecturas que le indujesen a plagiar estilos ajenos. El escritor catalán parece haber dado crédito al testimonio del gallego, pero todo parece indicar que se trataba más que nada de una mera boutade, una forma de coquetería intelectual. Hay demasiada sabiduría en su prosa. Parece inconcebible que una persona con escasas lecturas pudiese llegar a ser dueño de un estilo tan genuino y depurado como el suyo. Algunos de sus biógrafos nos han hecho reparar en la buena biblioteca que tenía en su domicilio. Existen, además, indicios empíricos de que no había tal indigencia de lecturas: en su cuarto en el Palace guardaba un notable acervo de libros, que no quería que le movieran de sitio, y en su mesilla de noche tenía una buena pila de obras. Al cabo, no pocas veces, alude en sus artículos, como quien no quiere la cosa, sin darle la menor importancia, a múltiples referentes literarias, incluidos autores clásicos, que resulta inconcebible que pudiese conocer por ciencia infusa. Y todavía una coda: ciertamente, careció de una educación académica reglada. Su formación fue enteramente autodidacta, por lo que sus conocimientos, todo lo que sabía, lo tuvo que aprender leyendo y, también escuchando, es cierto, sobre todo en las tertulias que mantuvo con personas muy cultas, a lo que cabe añadir todo lo que pudo ver y aprender en el curso de sus viajes. Un ciudadano con pocas lecturas no habría sido aceptado como uno más en el círculo más exclusivo de la élite cultural española. Y Camba perteneció durante toda su vida a este selecto club, sin que ello le impidiera tratar a todo titirimundi, como pudieron constatar -no sin cierto asombro- sus amigos más estrechos cuando se vieron rodeados por una variopinta ralea de gentes que acudieron a darle su adiós en la clínica en que falleció y después en su funeral.

Julio Camba—-que nunca quiso que le llamaran Don Julio— fue muy celebrado en las reuniones y tertulias. Era ingenioso y divertido, aunque, eso sí, detestaba que le llamaran «humorista», término que le parecía más apropiado para los profesionales del chiste. Hablaba bien, pero no tenía espíritu de líder para encabezar una tertulia, aunque con sus dotes de gourmet capitaneaba en ocasiones el divertido grupo de amigos que abrevaban en una cervecería de la Plaza de Santa Ana, El Cocodrilo, también en el Café de El Prado y en el restaurante Lhardy. En los años finales de la dictadura primorriverista, cenaba los sábados en La Taberna -un local muy conocido, situado en la calle de Alcalácon Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Juan Belmonte, Julio Romero de Torres, Enrique de Mesa, Rafael de Penagos. El torero Domingo Ortega, que fue amigo de la mayoría de ellos, reconoció que: "De todos ellos, el más extraordinario era Julio Camba. ¡Qué tío! Ese era un pajarraco muy raro, pero, tratado, te caía muy bien". Y los dos eran buenos amigos, a pesar de que a Camba no le gustaban absolutamente nada los toros. Como le agradaba su compañía, le invitaba a comer algunas veces a su casa. El escritor se comportaba en ella cortésmente, pero tenía algunos toques de intemperancia, sobre todo cuando tardaban en servirle la comida (lo que invariablemente sucedía cuando había damas invitadas). Camba fue siempre un Lúculo: pocas cosas suscitaban más vivos destellos en sus pupilas que la perspectiva del placer gastronómico (ahora, eso sí, ¡de cocinar, nada!, como tampoco Pla y en buena medida Cunqueiro) Ahora bien, en cuanto se relajaba se convertía en el rey de la sobremesa. González-Ruano pudo apreciar que en las tertulias Camba era a ratos muy brillante e ingenioso. Este encanto personal lo conservó durante toda su vida, sin excluir tampoco sus últimos años en que su humor se vio perturbado por problemas de salud, su ánimo declinó, se hizo más escéptico, displicente y un poco cascarrabias.

Un ciudadano con pocas lecturas no habría sido aceptado como uno más en el círculo más exclusivo de la élite cultural española. Y Camba perteneció durante toda su vida a este selecto club

Un testimonio referido a sus últimos años de vida indica que no hablaba mal de nadie (y si en su etapa de vejez -en que la gente se suele volver más gruñona-, no incurría en este vicio, probablemente tampoco caería en él de joven), cosa poco corriente entre gentes aficionadas a las tertulias de café y propensas al cotilleo, no siempre exento de maledicencia. En algunas de aquellas peñas la charla era frecuentemente intrascendente, no se dejaba títere con cabeza y se hablaba, por cierto, mucho, obsesivamente, de mujeres. El repertorio de temas era limitado, francamente poco variado y muy centrado en lo local. Camba refiere en un artículo que mantuvo en cierta ocasión una discusión con sus amigos acerca de las pantorrillas de una actriz. Se fue al extranjero varios años como corresponsal y al cuando regresó se encontró a sus contertulios en la misma mesa del café de la Puerta del Sol hablando todavía de las mismas pantorrillas.

Ramón y Cajal, apasionado de las charlas de café, reconoce que no cabía esperar demasiada originalidad entre los contumaces que cultivaban el difícil arte de la conversación. En cierta ocasión, alguien comentó: -Tengo una idea. -¿De quién? –le atajó raudo el que se encontraba a su vera. Pocos hacían gala de capacidad de escucha y afán de entendimiento. Algunas décadas antes, Mariano José de Larra, muy entregado también a las tertulias de café, debió de tener una impresión parecida, ya que dejó dicho, remedando el estilo bíblico: "Bienaventurados los que no hablan porque ellos se entienden".

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