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Prohibido besarse en el café

El Café de Fornos. DP
photo_camera El Café de Fornos. DP

Es muy probable que, en las décadas de 1920-30, en que se produjo la modernización de Madrid, ciertas conductas que se enmarcan en lo que se suele conceptualizar como "libertad de costumbres" se hayan homologado en parecida forma a las vigentes y establecidas en el entorno europeo, entendiendo por tal el referido a las capitales europeas más dinámicas. En París, se fraguó un consenso del que participaban amplios sectores sociales y en buena medida las mismas autoridades, por el que se permitían -o cuando menos resultaban tolerables- determinadas expresiones del afecto de las parejas en el dominio público. Castelao tuvo ocasión de comprobarlo -dejando constancia de ello en su diario de 1921-, cuando se sintió francamente escandalizado al ver en las plazas públicas parejas de novios besándose o abrazándose (y lo que le pareció también muy mal: rubias parisinas con chicos negros). Es claro que el intelectual gallego, aunque ideológicamente avanzado, no se situaba en esta clase de asuntos en el núcleo más innovador, pero en las principales urbes españolas "modernos", haberlos desde luego que los había. Desafortunadamente, en la península sobrevino después el franquismo con su vitola moral nacionalcatólica, que representó un retroceso rampante, de modo que las manifestaciones públicas de afecto de las parejas estuvieron muy mal vistas por la pacata sociedad española, probablemente hasta las décadas de 1960-70.

El intelectual Enrique Gómez Carrillo vivió en Madrid una temporada en el año 1891, en compañía de su novia parisina, con la que convivió -cosa insólita en la época- en una casa de huéspedes. Era entonces muy joven y no estaba libre de una cierta afectación de rastacuero. Viniendo de una gran capital, le parecieron muy provincianos los círculos literarios madrileños en lo que concierne a la libertad de costumbres. En su relato testimonial dejó constancia de la mentalidad puritana y convencional que reinaba en la escena pública, ejemplifi cándola en el ambiente que reinaba en los cafés madrileños. Refería, en efecto, que: "En realidad conocíamos ya a ‘todo el mundo’, como se dice, y hasta éramos, en ciertas tertulias, famosos por nuestro infantil impudor de amantes. Aquello de acariciarnos las manos delante de la gente, y aquello de sonreímos con ternura a cada instante, era inusitado en la villa del oso y del madroño.

—Son unos cursis— aseguraban unos.

—Son unos cínicos— gruñían otros.

Nosotros no nos dábamos siquiera cuenta de nuestro ridículo, hasta que una noche, en Fornos, estalló el escándalo que Bonafoux contó más tarde, agrandándolo y deformándolo, en uno de sus artículos. Sentados en nuestro rinconcillo habitual, muy solitos, Alice y yo leíamos una carta de París, en la cual una de sus amigas le mandaba para mí un beso. Con su espontaneidad parisiense, mi querida me cogió la cara y me besó, diciéndome:

—De la parte de Flore...

Aquella caricia franca y fresca, en aquel antro de fariseísmo, produjo un formidable murmullo de protesta... "Habrase visto desvergüenza", decían unos. Y otros: "¡Vaya con los palomos!" O bien: "¡Si creerán que necesitamos que nos pongan gorros!".

Por fortuna para la pareja, un pequeño núcleo de integrantes de la tertulia del café de Fornos se puso de su parte e hizo frente a la mayoría de los que se sentían escandalizados por la actitud es pontanea y afectuosa de la pareja, y expresaban su reproche airada y estruendosamente. Así lo relata el joven afectado, Gómez Carrillo: "De pronto, un hombre joven, a quien habíamos saludado pocos días antes en un grupo de amigos, acercóse a nuestra mesa, y sentándose frente a nosotros, nos dijo, sonriendo afectuosamente:

—¡Buena la habéis armado!... Estáis en un lugar de eunucos, donde no se puede amar sino a escondidas... Esta noche todos estos necios no podrán dormir tranquilos...".

Era Joaquín Dicenta, ya entonces conocido y temido por su carácter osado y por su mala lengua. "Su intervención protectora y la mirada de reto con que contempló a los que nos rodeaban, fueron suficientes para que los gritos hostiles se aplacaran". Y no fue el único; hubo otros dos tertulianos que se sumaron en su apoyo:

"—No hagáis caso de esto —exclamaron luego, al despedirnos, Luis Bonafoux y Luis París, que no habían presenciado la escena y que sólo la conocieron por el relato exagerado de Dicenta".

Enrique Gómez Carrillo: "En realidad conocíamos ya a 'todo el mundo' como se dice, y hasta éramos, en ciertas tertulias, famosos por nuestro infantil impudor de amantes"

Joaquín Dicenta (1862-1917) fue todo un personaje en la sociedad literaria de la época, por su imponente y arrolladora vitalidad: escritor famoso (sobre todo tras el éxito internacional de su drama Juan José), director y colaborador de los periódicos más relevantes de la época. Hombre de café e impulsor de una tertulia sabatina en su propio domicilio a la que asistían sus amigos Valle-Inclán, Antonio Palomero y Zamacois. Ateo confeso, nocherniego, exuberante en amores y juergas (algunas particularmente bien regadas de alcohol, en compañía de Rubén Darío) y promotor de entidades de interés social, como la Sociedad de Autores. Su popularidad quedó ampliamente demostrada en 1909, cuando resultó elegido concejal republicano del Ayuntamiento de Madrid, por el distrito de la Latina, sin que nadie le aventajara en votos. Fue creador, además, de una saga familiar que fue muy sobresaliente en el mundo del teatro y la cultura.

Resultó providencial para la pareja, en su tesitura problemática, el apoyo del liberal -con un un punto de libertino- Joaquín Dicenta. Edgar Neville y Rafael Alberti concocían bien -y han aludido a la cuestión, en prosa y verso- las multas que podían recaer sobre los jóvenes (en los mayores era esto inconcebible, pues el edadismo era feroz) que se atrevieran a besar en público a sus novias. ¡Y así hasta que llegaron los Beatles!

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