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¿Qué hay de lo mío?

Café de Lorenzini. DP
photo_camera Café de Lorenzini. DP

Creo que vale la pena evocar aquí la obra de Mesonero Romanos, en lo que concierne al relato de la época de que fue testigo, en particular la acontecida tras el Sexenio Absolutista (1814-1820), una de las fases del reinado del infausto y canallesco borbón Fernando VII. Este monarca alcanzó quizá las cotas más elevadas de cretinismo entre los miembros de su dinastía, y mira que la competencia a este respecto es bien ardua en el regio clan al que pertenece. Nieves Concostrina nos aporta un pequeño desquite por haber tenido que soportar esta calamidad de monarca, cuando pronuncia con gracia sin igual –"con férvido ardor", como gustaba de expresar la retórica falangista–, en uno de sus recomendables programas radiofónicos –quizás haya sido Cualquier tiempo pasado fue anterior– aquello de: Fernando VII, el Rey Mastuerzo. Es este un término en desuso que describe a la persona necia y zafia, que es exactamente lo que fue, y ya desde pequeño conspirando insensatamente contra su papá, dicho soberano.

Café de Lorenzini. DP
Café de Lorenzini. DP

La cosa fue que tras un pronunciamiento protagonizado por el coronel Rafael del Riego, en Cabezas de San Juan, el indigno rey se vio obligado a acatar hipócritamente la Constitución de 1812, con lo que dio comienzo el denominado Trienio liberal, que se extiende entre los años 1820 y 1823. Los liberales –y afrancesados– comenzaron a respirar, pero tenían pocas opciones institucionales para desarrollar su actividad política y sus afanes de sociabilidad. Con la fruición que les produjo su recién estrenada libertad, sintieron deseos de reunirse para comunicarse su contento y robustecer sus esperanzas. Dado que esta situación aconteció en tiempo de Cuaresma, en que por entonces se cerraban todos los teatros, los cafés constituyeron los únicos ámbitos en los que resultaba posible que se comunicaran sus afectos y pudieran pensar en voz alta, cosa de la que se habían visto privados durante seis años. El café preferido para estos encuentros fue el de Lorenzini, "que era el más decente de los pocos que a la sazón había en Madrid, situado en la Puerta del Sol". Como era previsible, el local quedó prestamente colmado por aquellos entusiastas y apretujados ciudadanos. Las exaltadas conversaciones que tenían lugar en los diversos grupos fueron calentando los ánimos, y en aquel ambiente caldeado aconteció que algunos de los más osados se subieron atropelladamente sobre las sillas y las mesas, para intentar hacerse oír, cosa que con el bullicio reinante a duras penas pudieron lograr. El barullo y la batahola eran formidables: había quien reclama la atención para leer cartas y papeles de las provincias levantadas, en tanto que otros recitaban versos declamados en tono de rebelde vibrato. En algunos flancos se entonaban canciones patrióticas, aderezadas con apóstrofes contra el despotismo y en pro de la libertad. En medio del universal alborozo la única excepción era la del propietario, Carlos Lorenzini, cuya cara reflejaba la explicable congoja que le producía contemplar sus mesas y mostradores transformados en pulpitos y tribunas, y a sus mozos y camareros convertidos en estatuas decorativas, mudos, inertes y en correcta formación. ¡Toda una estampa de época!

Como era previsible, el local quedó prestamente colmado por aquellos entusiastas y apretujados ciudadanos

Ramón de Mesonero, testigo de aquellos fastos revolucionarios, da cuenta asimismo de otras reuniones análogas que se improvisaron en aquellos días borrascosos: una se fraguó en el café de San Sebastián, situado en la plaza del Ángel. Predominaba en esta concurrencia gente de condición más modesta "y, por consiguiente, de menor valía y empuje" –como apunta nuestro no muy democrático cronista–, quien perfila todavía más dicho paisaje social, queriendo hacer ver que: "era más bien una reunión de buenas entes, que se entregaban sin pretensión alguna á sus desahogos políticos y á sus libaciones báquicas, alternando las peroratas tribunicias con grotescas manifestaciones de una barbarie de buena fe". Mesonero Romanos refiere también un hecho ciertamente bizarro y pintoresco: cierta noche, en este establecimiento, "después de una pindárica arenga de un tribuno incipiente en elogio de la libertad y de la soberanía del pueblo", se alzó sobre una mesa del café un honrado tablajero que regentaba un puesto en la vecina plaza de Antón Martín. Cuando consiguió hacerse oír, hizo valer un argumento que sorprendió todos por su descaro, puesto que pretendía completar la libertad general de que comenzaban a gozar todos con una muy específica, que pretendía que le atañera solamente a él: la de poder despachar todo el género que le pluguiese, sin que nadie contralara su calidad, su salubridad y su peso, evitando así que se cercenara su libertad irrestricta. Veamos el modo en que expresó su demanda este carnicero liberal y oportunista arquetípico, a tenor de la crónica de don Ramón de Mesonero: "Señores, pido la palabra (cuando él ya se la había tomado): todo lo que acaba de icir el señor propinante es muy santo y muy güeno; pero yo voy á hablar ahora del despotismo ambulante (textual)"; y sin hacer el menor caso de la risa general que su exordio había excitado, siguió contando como que los alguaciles del repeso le molestaban continuamente con el registro de sus mercancías ó el contraste de sus pesas, concluyendo por decir candorosamente:
—"Si no se quitan los alguaciles, ¿para qué me sirve la libertad?" (Aplausos.)"

Nos encontramos aquí con una versión quintaesenciada del ¿Qué hay de lo mío? Ciertamente, la frasecilla de marras ya había sido expresada por el interesado y pragmático Sancho Panza, cuando á las elevadas exhortaciones del caballero andante replicaba con aquel sencillo recordatorio, de que bien estaba todo ello, mas:
—"Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido".

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