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La reina no debería fumar

En la época de los cafés históricos, como el Moderno, de Pontevedra, no era rara la estampa del parroquiano en el café jugueteando con un palillo en un extremo de la boca, o bien con la colilla del cigarrillo apagado en los labios (y, algunas veces, con otro de repuesto anclado en la oreja). Se veía esto con mayor frecuencia en los cafetines y tabernas de las barriadas periféricas, donde también encallaban mujerucas de arrastrada vida. En La busca (1904), Pío Baroja menciona una taberna barriobajera en la que, acurrucadas en el suelo, junto a la estufa, se encontraban unas "golfas" ya nada jóvenes y con aspecto penoso. Eran prostitutas que trabajaban en el Botánico y en los desmontes de la capital. Algunas de ellas fumaban y eran conflictivas, pero aún en su marasmo no dejaban de practicar cierta forma de sororidad en la miseria: "Dos o tres de aquellas infelices llevaban en sus brazos niños de otras mujeres que iban a pasar allí la noche; algunas dormitaban con la colilla pegada en el extremo de la boca".

Había menesterosos y míseros bohemios que aprovechaban las colillas que encontraban tiradas por las calles y en los cafés que frecuentaban. Existe constancia, en efecto, de que, en Madrid, en los albores del siglo XX, algunos fumadores de menguado peculio guardaban en los bolsillos las colillas que encontraban en la calle, y aprovechaban el tabaco que extraían de ellas para hacer cigarrillos valiéndose de un librillo de papel de fumar. Tal hacía el señor Manuel, a quien hace referencia Arturo Barea, en La forja de un
rebelde, obra que traza un friso pletórico de vivacidad y enjundia en el que da cuenta de la vida cotidiana de la España, urbana principalmente, pero sin omitir tampoco en alguna medida el mundo rural, del primer tercio del siglo XX. Refiere en este relato que los cigarrillos elaborados por aquel buen señor con colillas no le quedaban nada bien, pero hacía esto porque así ahorraba y podía viajar a Galicia todos los años para ver a sus nietos, merced a un billete de tren que denominaban "de caridad", con el que no pagaba casi nada. Decía también que quería irse a morir a su tierra. 

En este ambiente de pobretería, las colillas rescatadas del suelo se fumaban pura y simplemente, o bien se empleaban como materia prima para un negocio de reciclado, cuyas protagonistas eran mujeres. Es preciso tener en cuenta, en este orden de cosas, que las cigarreras no estaban solo en las fábricas de tabaco, como aquellas que describe la coruñesa Emilia Pardo Bazán, en La tribuna, o refi ere Prosper Mérimée, en la novela corta Carmen, (inmortalizada en la ópera de Bizet), situándolas en el otro extremo de la península. También elaboraban cigarrillos, en sus propios domicilios o bien en puestecillos, a veces reutilizando el tabaco de las colillas.

De nuevo Barea relata este tipo de prácticas de supervivencia a las que debían recurrir los "miserables" a los que hacen referencia Pío Baroja, en La busca, y también Víctor Hugo cuando describe la "corte de los milagros" en su novela Notre-Dame de Paris. La historia de unas gentes inmersas en la España negra descrita por Gutiérrez Solana, que poblaban toda la geografía del hambre a ambos lados de los Pirineos. En efecto, en el Rastro madrileño existía, en los primeros lustros del siglo XX, un activo comercio de colillas cuyo tabaco se reaprovechaba: "Allá abajo, en la Ronda, están los puestos más miserables. La Flor de Cuba se llama un puesto: es un tablero de dos metros de largo y uno de ancho. En medio hay un montón enorme de tabaco negruzco y maloliente obtenido de las colillas de Madrid". Quien aporta este testimonio, el republicano Arturo Barea, revela el papel que en este negocio paupérrimo desempeñaban las mujeres: "Detrás del puesto está un gitano y a su lado tres mujeres en cuclillas que lían cigarrillos con una rapidez pasmosa. El establecimiento está siempre lleno por la parte de delante de compradores, por la de atrás de vendedores, golfillos de Madrid que llegan con su bote o con su saco lleno de colillas, ya limpias de papel -requisito obligado para la compra-, a vendérselas al viejo".

LA REINA

Victoria Eugenia de Battenberg tenía una gran afición al tabaco, lo que desagradaba y ponía de los nervios a su marido, el rey Alfonso XIII, que era un fumador contumaz

Había también cigarreras que trabajaban en sus casas, con buena materia prima, elaborando de  manera completamente artesanal cigarrillos con boquilla para una clientela fina. Sorprendentemente refinada incluso. En La forja de un rebelde, se da cuenta de esta realidad aludiendo a una buhardilla, situada en un edificio del centro de Madrid, en la que desarrollaba su actividad una cigarrera: "Trabajan ella y su hija juntas y hacen cigarrillos para la reina Victoria. Unos cigarrillos muy largos con una boquilla de cartón que meten dentro, pegada con un pincelito untado de goma que mojan en un tarro lleno de polvo. Esto luego lo chupa la reina".

Y es que la reina Victoria Eugenia de Battenberg tenía una gran afición al tabaco, lo que desagradaba y ponía de los nervios a su marido, el rey Alfonso XIII, que era un fumador contumaz. El monarca le reprendió repetidas veces por fumar en público, porque no estaba bien visto que una dama española de alta alcurnia revelara su vicio a la vista de todo el mundo. La reina Victoria era de origen británico y no debía de estar de acuerdo con ciertas expresiones del costumbrismo hispano. El caso es que pocas veces respetó la advertencia de su regio esposo (acabarían separándose: el rey le reprochaba la transmisión de la hemofilia a sus hijos y ella sus profusas infidelidades). Para muestra un botón: existe una fotografía de Victoria Eugenia dirigiéndose al exilio, al proclamarse la II República, que muestra a la reina despidiéndose de España fumando un cigarrillo. La estampa inspiró un poema de Luís Antonio de Villena: "Fuma y mira al horizonte… Apaga bien el cigarrillo en la piedra fuerte y vuelve al coche. Huye, la echan".

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