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Sartre y Camus: el bueno, el malo... y además feo

Sartre y Camus. DP
photo_camera Sartre y Camus. DP

Caben pocas dudas de que la figura de Albert Camus suscita en los tiempos que corren una extraordinaria admiración, superando por goleada a la declinante y baqueteada de Jan-Paul Sartre, quien descendió de la cumbre olímpica en que llegó a estar situado como intelectual de referencia a los más pedestres valles, sino directamente a los barrancos de la historia.

Camus aparece nimbado por una aureola de intelectual humanista y seductor, preocupado por la moral categorizada desde una perspectiva laica. Se le suele considerar como un novelista dotado de más talento literario que un Sartre empequeñecido por su prosa empastada y su sesgo estalinista. Camus, que además era muy guapo, cae hoy en día mucho más simpático, pero en su época los dos fueron muy admirados, disculpándoseles sus flagrantes vicios: de fumadores empedernidos, bebedores recios y —como sabían muchos y sobre todo ellas— mujeriegos desconsiderados y embusteros.

En verdad, Sartre fue una persona, que además de ser extraordinariamente inteligente, estaba dotado de cualidades que le hacían parecer encantador: era amable, trabajador incansable, buen hijo, excelente amigo de sus amigos, con los que fue muy generoso, por cierto (también con su dinero) y desde luego con su tiempo, comprometiéndose en la lucha en favor de los oprimidos, aunque se equivocara de medio a medio en sus opciones, como nos sucede a la mayoría.

Resulta curioso que probablemente exista un aspecto en el que la fi gura de Sartre puede resultar más acorde con la índole de nuestra época que la de Camus: y este no es otro que el feminismo. No es que Sartre lo fuera, estrictamente hablando, pero si demostró más sensibilidad al respecto. Veamos el asunto.

En el mes de mayo de 1948 apareció en Les Temps Modernes el capítulo de El segundo sexo dedicado la mujer y los mitos. Lévi-Strauss, que estaba a punto de finalizar su tesis sobre Las estructuras del parentesco, le advirtió que había cometido algunas inexactitudes relacionadas con las sociedades primitivas. Tuvo la gentileza de permitirle consultar en su casa durante varias mañanas su manuscrito. Leyéndolo, Simone de Beauvoir se ratificó en la idea de que el macho desempeñaba el papel primordial y la mujer no pasaba de ser el otro sexo. Enseguida lo denominaría el segundo. Paralelamente, continuaba con la consulta de bibliografía en la Biblioteca Nacional, donde le resultaba muy grato trabajar. En otras ocasiones escribía por la mañana en su habitación y por las tardes en la casa de Sartre, desde la que contemplaba la terraza de Les Deux Magots y la plaza de Saint-Germain-des-Prés, según refi ere en La fuerza de las cosas. Cuando finalizó el primero de los dos volúmenes decidió llevárselo al editor Gallimard, que lo dio a la imprenta en 1949. Antes pasó varias horas con Sartre y Bost barajando diversos títulos posibles para el libro. Fue Bost quien dio con el célebre título que finalmente se impuso. Paralelamente, dos veces por semana, Simone se juntaba con los colaboradores habituales de Les Temps Modernes (Merleau-Ponty, Pouillon, Roy, Erval, Saurel, etc.) en la pequeña oficina de Sartre, demasiado reducida para una reunión de más de quince personas. Mientras comentaban los artículos y planificaban los siguientes números, la pieza se llenaba de humo de tabaco y aquel selecto grupo de intelectuales bebía alcoholes blancos que Sartre recibía de su familia de Alsacia.

Simone de Beauvoir señalaba que deliberadamente había evitado cerrar su refl exión en el círculo estricto de lo que se denominaba el feminismo. Tanto ella como su obra (feminista, de grado o a su pesar), Le Deuxième Sexe, fueron aceptadas con matices por los intelectuales progresistas galos. Pero hubo en esta cuestión sus más y sus menos. Beauvoir refiere que Sartre reconocía su capacidad intelectual, la apoyó en el proceso de preparación de El segundo sexo y la incitó a ahondar en las causas que provocaron la discriminación de la mujer. Ella declaraba que Sartre, "El hombre que yo situaba por encima de todos los otros, no me juzgaba inferior a ellos".

Simone de Beauvoir se sintió estimulada para escribir El segundo sexo debido a la privilegiada situación de que disfrutó como mujer, lo que creó las condiciones de posibilidad para que se pudiese expresar —según señala ella misma— con absoluta tranquilidad. Su libro estaba escrito con lucidez cartesiana, y esto hacía que la arrogancia del primer sexo, de la que estaban imbuidos numerosos intelectuales, le había impedido aceptar la pasión de orden intelectual que guiaba el trabajo de la Beauvoir. La obra suscitó arrebatos de cólera entre algunos de sus amigos. Uno de ellos, universitario progresista, interrumpió la lectura del libro y lo arrojó contra la pared de la habitación. Fue también signifi cativa la reacción de Albert Camus, quien la acusó con expresiones de afectada morosidad de haber ridiculizado al macho francés. Simone apostillaba que, como "Mediterráneo" que era, y cultivador de un espíritu español, no concedía a la mujer más que la igualdad en la diferencia y, como puso en evidencia Georges Orwell, el hombre era el más igual de los dos. En otra ocasión, le confesó desenfadadamente que él aguantaba mal la idea de ser juzgado por una mujer. Planteaba la cuestión en estos términos: ella era el objeto; él, la conciencia, la mirada. Y reconocía entre risas que era cierto que él no acababa de admitir la reciprocidad. En ese momento de la conversación, Camus dejó entrever la veta de calidez humana que lo caracterizaba, y le confesó a Simone, en tono de confidencia, que el hombre en general, y él mismo en particular, sufría por no encontrar en la mujer una verdadera compañera; él aspiraba a la igualdad. Ahora bien, sabemos que, en realidad, le interesaban más otras nobles cosas.

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