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Yo siempre fui camarero

Existía también una élite de la profesión en la cúspide, compuesta por empleados que manejaban con destreza la bandeja, "sabían estar", vestían con elegancia un uniforme y trataban con gente distinguida
Un camarero atendiendo a un cliente en el mítico Café Carabela. DP
photo_camera Un camarero atendiendo a un cliente en el mítico Café Carabela. DP

Nada menos que Jean-Paul Sartre consideró que merecía la pena extenderse en consideraciones filosóficas sobre el "ser del camarero" en L’Être et le néant (1943). No admite duda que se trata de un perfil social de extraordinaria importancia. Un ente primordialmente varonil, puesto que se ha instituido como practicante de una profesión netamente masculinizada. Un rasgo también extensible a la clientela. Camareras no solía haber, excepto en los cafés cantantes, o en algún que otro local más o menos pintoresco, como el que refiere Luis Buñuel en sus memorias: "En Calanda, los jóvenes que podían permitírselo, iban dos veces al año al burdel de Zaragoza. Un año —era ya el 1917—, en las fi estas del Pilar, un café de Calanda contrató camareras. Durante dos días, aquellas muchachas, consideradas de costumbres ligeras, tuvieron que soportar los rudos pellizcos de la clientela, hasta que se hartaron y se despidieron".

En general, los dueños no contrataban mujeres porque entendían que no era un trabajo adecuado para ellas. Y las mozas eran perfectamente conscientes de que ese no era un ámbito seguro; o como se prefiere decir en nuestros días: no era un espacio libre de violencias machistas.

Adentrándonos en el mundo de los camareros, la verdad es que anima mucho conocer la opinión expresada por un relevante hispanista. Gerald Brenan tenía, en efecto, un excelente concepto de los camareros españoles. En La faz de España, anota lo siguiente: "Los camareros españoles constituyen uno de los tipos más sorprendentes y representativos del país. Se mueven con la misma agilidad y precisión de unos bailarines. ¡Que placentero resulta ver a la gente hacer cosas supuestamente monótonas con un gusto y un toque artísticos! Es algo que los ingleses, acostumbrados al aspecto utilitario de sus compatriotas, apenas pueden comprender. Hace que uno se dé cuenta del precio que tenemos que pagar por la filosofía de Locke y de John Stuart Mill. Difícilmente podemos concebir nuestra cena como  un ballet de camareros: rápido, pero con la gravedad y la seriedad que generalmente se espera de las cosas españolas. Sin embargo, así es a menudo en este país".

Pero era una profesión dura, ardua. Estaban abocados al desempeño de una tarea absorbente, con fatigosas jornadas de trabajo y horarios muy extensos. Con razón se dice que al camarero no le quedaba mucho tiempo para el ocio y para atender a su familia. Tampoco para llegar a tenerla, engolfándose en un venturoso cortejo. Expresa con lucidez y tino esta situación una canción de Joaquín Sabina: El café de Nicanor (perteneciente al álbum: Dímelo en la calle). Se canta en ella al camarero Nicanor, que cuando le preguntaron si había estado enamorado, como era un hombre sincero, esto fue lo que contestó: "No señor, yo siempre fui camarero".

Por ende, su salario era escaso. Esto se debía en parte al hecho de que hasta que fueron creadas las escuelas de hostelería, su cualificación era mínima o francamente nula. Pero, existía también una élite de la profesión en la cúspide, compuesta por empleados que manejaban con destreza la bandeja, "sabían estar", vestían con elegancia un uniforme y trataban con gente distinguida, con familiaridad incluso a veces, no exenta de respeto y sabiendo bien cuál era su lugar. Se guardaban mucho de que les pudiesen aplicar el dicho popular de que a un camarero le das la mano y te toma el brazo. El roce con el señorío de postín les aportaba un entramado de relaciones, potencialmente útiles en términos de recomendaciones para sus distintos afanes e intereses. Podían presumir además ante sus familiares y amigos de saludar por la calle a personas importantes. Frisaban así, en cierta medida, la mesocracia. Pero era la suya una mesocracia humillada, con tintes de servilismo. Atribulados como estaban por un desasosiego interior: la permanente sensación de que debían estar siempre en modo complaciente, halagador incluso. Un escrúpulo que no cesaba de latir en su conciencia sumiéndola en la incomodidad.

Pero decíamos que su paga era francamente menguada, lo que ya era malo, pero todavía era peor el hecho de que una parte de la misma viniera determinada por el régimen de las propinas. Esta peculiaridad, que únicamente se registraba en el mundo de la hostelería (¡y así continúa!), comportaba ineludiblemente una total inseguridad en la percepción de esa porción del salario. Pero el procedimiento tenía además otras connotaciones. Es cierto que operaba como un estímulo para que el mozo se esmerara en sus atenciones confiando en obtener como retorno una propina enjundiosa. Pero le provocaba también una sensación de vejación, como si se le diera algo por mera magnanimidad, como una especie de limosna, cuando en realidad era una parte constitutiva de su salario que el empresario se ahorraba transfi riéndola a la discrecionalidad del cliente.

El periodista Ruano señalaba, en el año 1976, que antaño todo el mundo solía dejar propina, pero la costumbre había decaído. El hecho de dejar una propina un poco más generosa que el promedio habitual otorgaba prestigio ante los camareros. Revelaba Ruano que había algunos caballeros distinguidos, y ya de cierta edad y grandeza, que desayunaban en el café entre nueve y once de la mañana, diferenciándose así "de los desayunadores populares, los que mojan el churro consolador sobre las barras de los bares a la hora de los madrugadores forzados". Pues bien, todos los clientes por lo común solían dejar veinte céntimos de propina, en tanto que los señores de posibles daban algo más: una perra gorda; y así, "el camarero les hacía reverencias como si le hubieran enriquecido con su magnanimidad". Y en esas estaban, cuando llegó la CNT y mandó parar. ¡Se acabaron las propinas!, proclamaron los anarquistas.

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