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Tertulia literaria en casa de Morla Lynch

CARLOS MORLA Lynch llegó a Madrid, procedente de París, acompañado por su esposa, Bebé Vicuña (una mujer muy culta), en 1928. En lo que concierne al perfil ideológico de Morla, se ha puesto el acento en su condición de católico, pero de una índole poco común en una sociedad tan pacata como era la española de entonces: exhibía habitualmente un talante muy abierto y liberal. En realidad, era un hombre conciliador y benevolente con todos. Al declararse la guerra, acogió en la embajada de Chile sucesivamente a españoles de ambos bandos. De este modo, salvó la vida a un gran número de personas de distinto color político, por lo que fue criticado. El episodio más notable fue el caso de Rafael Sánchez Ferlosio, al que dio refugio durante más de un año, hasta que, a finales de 1937, logró escapar, pero fue apresado y fusilado sin éxito, historia verídica que dio pie al relato de Javier Cercas: Soldados de Salamina.

xXavier Castro

El matrimonio sufrió el drama del fallecimiento de dos hijas pequeñas. A pesar del dolor, Carlos Morla vivió siempre con aparente normalidad, dedicado a su actividad diplomática y cultural. Quizás trató de colmar de alguna manera este vacío entregándose a una intensa vida social que le hiciera olvidar su dolor, o cuando menos atenuarlo, como una forma de terapia. Como es sabido, los modos de reaccionar ante tamaño trauma oscilan usualmente entre estas dos actitudes extremas: bien afrontar el duelo encerrándose a cal y canto en casa, relacionándose lo menos posible, o bien, por el contrario, acudiendo con frecuencia a eventos y abriendo las puertas de par en par a las visitas, sumergiéndose en un vértigo de reuniones con numerosos amigos que con su presencia y cariño distraigan del triste -¡e imborrable!- recuerdo.

Sus dos casas en Madrid, en las que vivió con su esposa Bebé Vicuña, primero en Velázquez, junto al torreón en el que escribía hasta la madrugada Ramón Gómez de la Serna, y luego en la calle de Alfonso XII, frente al Parque del Retiro, realmente constituyeron uno de los primordiales espacios de encuentro de la sociedad literaria de la época. No admite duda que Morla Lynch, con su cordialidad y generosa hospitalidad, consiguió reunir en sus tertulias a los escritores más conspicuos de la década de los treinta, en especial a los poetas -muchos de ellos pertenecientes a la Generación del 27-, y de manera particular a Lorca, con quien mantuvo una amistad muy honda. Gozaron también de la hospitalidad de la casa de Morla: Bergamín, Rosales, Marañón, Pittaluga, y alguna que otra vez, Manuel Azaña, Eugenio D’Ors y Salvador de Madariaga, el pintor Santiago Ontañón y Agustín de Foxá. Se dejaron ver, además, los chilenos Neruda, Huidobro, Gabriela Mistral y Acario Cotapos.

Por cierto, Carlos Morla acudía algunas veces a la Residencia de Estudiantes, con Neruda y algún otro amigo de su tertulia, para escuchar conferencias impartidas por destacadas personalidades, o bien conciertos, como el ofrecido por la popular cantante La Argentinita, que fue muy celebrado, y también para asistir a los lucimientos de Lorca con el piano.

Las tertulias y veladas poéticas nocturnas se celebraban prácticamente todos los días, algunas de las cuales finalizaban a las tres o cuatro de la madrugada. Así sucedió en una de ellas, en las que Neruda y Lorca recitaron sus poemas. La casa de los Morla era de puertas abiertas para las personas de espíritu creativo, en general varones. En esas “reuniones grandes” o tertulias, “se habla de todo un poco –muy poco de política- e impera una fraternidad edificante”. Reinaba un espíritu de cordialidad, la gente se sentía acogida y se encontraba muy a gusto. El propio anfitrión lo explicaba así, en 1931: “Sigue frecuentando nuestra casa la juventud intelectual y artista, como un club, y parece ser que se sienten bien en ella. Son buenos muchachos y buenos amigos, alegres, simpáticos, optimistas, a veces un poco exaltados, pero siempre inteligentes y llenos de personalidad. Los unos traen a los otros, porque les gusta venir y les agrada el ambiente. Esta convicción nos halaga y nos conmueve”. Bien es verdad, que cuando el invitado era uno solo, o bien un grupo reducido, los temas personales tenían cabida en la conversación.

Como recuerda Sergio Macías, a la casa de Morla, frente al parque del Retiro, concurría diariamente Federico García Lorca “a las nueve de la noche; allí, en un rincón del salón tenía su guitarra”. Pero muchas veces tocaba él sólo el piano, o bien con Carlos o junto a Bebé Vicuña. En ocasiones, también se cantaba, como hizo Lorca una noche, interpretando la canción del burro que acarreaba vinagre, cuyo estribillo era coreado por todos los presentes.

O también, Acario Cotapos, músico chileno muy dinámico, quien en una velada interpretó el drama orquestal que se proponía estrenar en Madrid, inspirado en las Voces de gesta, de Valle-Inclán. Ahora bien, no todos los vecinos estaban encantados con la música y el canto a deshora. En ocasiones había protestas, como una de las veces en que el vecino de arriba bajó a quejarse por el barullo. Morla, que al fi n y al cabo era diplomático, lo trató con mucho tacto y logró que el hombre se sumara a la velada sintiéndose encantado con un whisky en la mano. Y es que, habitualmente se invitaba a whisky. Aunque, en alguna ocasión especial, como el día en que Morla y sus numerosos amigos recibieron al pianista Arthur Rubinstein, se ofreció además champagne. Aquella hospitalidad incluía el ofrecimiento de cenas, o bien, con menos frecuencia, comidas. Una opción era un buffet compuesto por sándwich y exquisitos dulces españoles: yemitas y tocinos de cielo. Me pregunto si habrá sido muy partidaria de estas lambetadas nuestra pintora Maruja Mallo, que también andaba por allí

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