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Tertulias de gallegos en Madrid

Valle-Inclán fue indudablemente el rey de reyes de las tertulias, tanto en Madrid, como donde quiera que se encontrara: Roma o Santiago, por ejemplo
Valle-Inclán en una tertulia. DP
photo_camera Valle-Inclán en una tertulia. DP

Ha habido siempre tertulias de gallegos en los cafés de Madrid, por lo menos desde los tiempos de Murguía. Algunos de los que formaban parte de la peña gallega que se reunía en el café Granja El Henar, se las arreglaban para compaginar la asistencia a este círculo con el que se congregaba alrededor de su coterráneo Valle-Inclán, por quien sentían gran admiración (o incluso devoción, como en el caso de Castelao). El joven escritor Prudencio Canitrot (autor de Cuentos de abades y de aldeas), que era en Madrid de la cuerda de Valle, fue un probable caso de esta doble militancia. Eugenio Granell estuvo con seguridad con un pie en cada tertulia. Este artista, de ideología trotskista, fue todo un personaje, muy aficionado a este café, por el que sentía una gran querencia, puesto que -según declaraba- le parecía "precioso y frecuentado por gente culta". Sobre él escribe Francisco Calvo Serraller: "A partir de 1930, Eugenio Granell empieza a colaborar con las revistas culturales y políticas más prestigiosas, así como a formar parte del interesante grupo gallego de la tertulia de La Granja el Henar, junto con Eduardo y Rafael Dieste, Cándido Fernández Mazas, Urbano Lugrís y Carlos Gurméndez". Tenemos una muestra de esta actividad cultural de varios contertulios gallegos de La Granja El Henar en la revista PAN (Poetas Andantes e Navegantes), en la que colaboraban: un jovencísimo Lorenzo Varela, Rafael Dieste, Antonio Baltar, Fernández Mazas y Otero Espasandín.

Uno de los asistentes, Carlos Gurméndez, aporta un testimonio en que se resalta la afi ción a las performances, de traza surrealista, de uno de sus compañeros de cónclave: "En otras mesas que reunían a escritores gallegos, destacaba con su voz portentosa el pintor Urbano Lugrís Freire, cuya teoría estética surrealista no sólo la exponía, también la practicaba en extravagantes escenas callejeras, como suscitar la caridad de los paseantes, gritando "¡tengo hambre!", y al ver caer un pequeño montón de monedas, exclamaba: "¡Vengo de comer una paella exquisita!", que paralizaba de asombro al coro de gente que le miraba apenada. El poeta Lorenzo Varela, cada vez que regresaba de sus viajes con las Misiones Pedagógicas, se reunía con él, y recitaba sus primeras rimas saudosas y románticas.

Valle-Inclán fue indudablemente el rey de reyes de las tertulias, tanto en Madrid, como donde quiera que se encontrara: Roma o Santiago, por ejemplo. El mismo Gómez de la Serna, estrella rutilante de la intelectualidad vanguardista, que admiró profundamente tanto su obra como su persona (o personaje, en el que puso todo su genio, mientras que en su obra solo depositó su talento, al modo de Oscar Wilde) le rendía pleitesía, cediéndole ocasionalmente la presidencia de su propia tertulia, como revela en la biografía que le dedica: "Valle alguna vez entra en mi café de Pombo y le he cedido mi puesto en la noche pombiana, oyéndole todos como a un augur". Y en su Automoribundia, ratifica de nuevo su gusto en cederle su puesto a Valle y añade, además, que: "Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: uno, don Ramón María del Valle-Inclán, y el otro, todos los demás". Cuando en una de sus deambulaciones a extramuros de su reino cafetero, Gómez de la Serna, contempló a Valle-Inclán perorando, tuvo esta impresión: "Don Ramón en el café se sentía el Papa rodeado de su capítulo". 

De añadidura, los mismos que opinaban que era genial escribiendo, solían proclamar que en lo concerniente al modo de hablar era también imbatible. No cabe duda de que su baza primordial para liderar las tertulias fue su prestigio literario, pero también sobresalió por su elocuencia y gracia expresiva. Si hubiese sido un pavisoso poco ducho en el arte de la oratoria, se le habría hecho poco caso. Ramón Pérez de Ayala apunta que Valle-Inclán ostentó la supremacía en el dominio del don clásico de la seducción coloquial. Podía hablar durante horas sin fatigar un instante, con amenidad infalible. Juan Ramón Jiménez dejó dicho que Valle era: "Una lengua suprema hecha hombre, un hombre hecho, con su lengua, habla, fabla. Era el primer fablistán de España". Azaña, por su parte, declaraba -enredándose un poco en la retórica (lo que le pasaba a veces), que: "Valle-Inclán transforma la conversación en género literario, donde puede lucir sobre las cualidades que ya son conocidas por sus obras escritas, otras no poco brillantes y difíciles". 

Valle se distinguía por su amenidad. Era un personaje divertido, con sentido del humor en sus diferentes registros, que comprenden desde la ironía hasta el sarcasmo. No tenía reparo en adoptar de vez en cuando una actitud lúdica. Pero no se reía al parecer nunca, o eso decían. Pérez de Ayala -gran amigo y admirador suyo- no recuerda haber visto a Valle reírse en ninguna ocasión, y lo expresaba así: no es que no le hiciera gracia las cosas y los hombres, pues poseía un extraordinario sentido de lo cómico y de lo ridículo, pero encarcelaba dentro la risa, que sólo se columbraba a través del cristal de los ojos. Era un sujeto "agelasta", expresión utilizada por los antiguos griegos para referirse al que no ríe o no tiene sentido del humor, lo cual solía considerarse como una afectación propia de quienes se hallaban adheridos a creencias o verdades robustas. Se parecía en esto a Unamuno, que era muy serio y tampoco se reía nunca. Unamuno carecía por completo de sentido del humor, apuntaba Pepín Bello. Ambos comparten, por consiguiente, el rasgo común de la agelasia, inscribiéndose así en la estela del personaje más célebre de las letras hispánicas: Don Quijote, que ciertamente no era muy dado a la hilaridad, quizás por contraste con su escudero Sancho, muy proclive a incurrir en demasía en la carcajada plebeya. Y, sin embargo, todos nos parecen -como decía Mari Gaila- ¡Un mundo de divertidos!

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